El hombre sin talento de Yoshiharu Tsuge


La primera vez que vi este manga en mi tienda de cómics habitual, me llamó la atención por el título, pero luego su dibujo no me atrajo. Unas semanas después, una amiga mía que había vuelto de Alemania, me habló de él y renovó mi interés. Y ya se sabe, cuando algo quieres, desaparece, como el camarero.

Pregunté en la tienda de cómics y me contestaron que no estaba disponible. Estuve esperando a ver si lo reeditaban. Por unos de esos azares poco probables, el nefasto algoritmo de recomendaciones de Amazon me lo sugirió. Cerré la ventana del navegador porque prefería comprarlo en la tienda, pero volví a preguntarle al librero, y nanay.

No sé si había algún problema con la distribución, pues online se podía conseguir. Recuerdo que, hace tiempo, hubo un cómic que sólo se estaba sirviendo a las grandes superficies, y los pequeños comercios tenían que joderse. En fin, tampoco le di demasiadas vueltas. Coincidió que en aquellos momentos no tenía tiempo material para leer nada y pospuse la compra.

Cuando el calendario me volvió a ofrecer huecos, me tiré de cabeza al carrito amazónico. Me llegó a los dos días en un paquete junto con Big Mushy Happy Lump de Sarah Anderssen (si se peca, se debe comprar el doble para arrepentirse la mitad de veces). Lo leí un viernes de un tirón, sin apenas respirar, visto y no visto. Y me fui a dormir con una depresión de caballo.

Sukezo Sukegawa vende piedras. En su día, tuvo éxito como dibujante de manga, y hasta como reparador de cámaras fotográficas, pero ahora se dedica a pasar el día en su puesto de piedras plantado a la orilla del río Tama, donde hay guijarros por doquier. El infeliz espera encontrar una roca de forma inusual o fascinante que lo haga millonario.

No es tan tontería como suena. El coleccionismo de suiseki, piedras con forma de animales o paisajes, tuvo su auge y llegaron a pagarse pequeñas fortunas por algunos ejemplares. Sin embargo, cuando Sukezo se dedica a ello está tan de moda como ahora el tamagochi o los pastelitos de Tarzán. Se dedican cuatro gatos que, desde luego, no están interesados en los cantos rodados del río Tama.

Su apatía está llena de desencanto e ineptitud. No sólo deja que la vida pase delante de él, sino que parece perseguir adrede el fracaso. Lo peor del asunto es que tiene mujer e hijo, y los arrastra con él a la indigencia. Ella tiene los pies destrozados de trabajar. El hijo tiene que ayudarla mientras el padre sigue en el río intentando vender piedras...


La relevancia de Yoshiharu Tsuge está ligada a Garo, una revista crucial en la historia del manga en la que apareció gran parte de su obra. De perfil underground y vanguardista, Garo daba total libertad creativa a sus autores. Esta ausencia de restricciones la convirtió en el lecho propicio para el gekiga, un estilo dramático que se alejaba del dibujo caricaturesco instituido por el maestro Osamu Tezuka.

Su razón para desmarcarse del término manga, que significa "garabato", era la misma por la que Eisner creó el término graphic novel (novela gráfica) en oposición a comic-book. Querían reflejar la madurez de un medio capaz ya de narrar historias dirigidas a un público más adulto con tramas y personajes psicológicamente más complejos.

Tsuge fue pionero en el llamado "manga del Yo" (watakushi manga), nombre prestado de la literatura. Las novelas del Yo (watakushi shōsetsu) surgieron a principios del s.XX para hacer frente al movimiento naturalista importado de Occidente. Por su carácter realista y autobiográfico, debían estar escritas en primera persona, además de utilizar un lenguaje menos formal.

Sukezo es, pues, en el alter ego de Yoshiharu Tsuge, quien también abandonó el manga agobiado por el cambio producido en los 70 en la industria editorial nipona para malvivir en la pobreza. Esta restructuración acelereró la producción de entregas mensuales a semanales y dio mayor relevancia a la figura del editor en detrimento de la libertad creativa del autor.

En su rechazo a este nuevo mundo donde la velocidad supedita el arte a las reglas del mercado también pesó una depresión crónica que padecía desde su juventud. Ni él ni sus personajes saben encajar en el nuevo esquema social que, tras la Segunda Guerra Mundial, transformó Japón por completo. Tanto esta como el resto de sus obras son testimonio fehaciente de ello.

El egoísmo y el empecinamiento absurdo de Sukezo recibe así el juicio despectivo y las risas burlonas del lector, pero también su compasión y empatía. ¿Quién no se ha sentido alguna vez fuera de este mecanismo que avanza sin preocuparse de quién deja atrás? El hombre sin talento es el vivo retrato de la desorientación del ser humano ante la modernidad imparable que nos dirige y nos arrolla.

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