Las voces y el laberinto de Ricard Ruiz Garzón y Alfredo Borés


Leí hace años Las voces del laberinto. Historias reales sobre la esquizofrenia del escritor y periodista Ricardo Ruiz Garzón. El libro recopila quince relatos relacionados con la esquizofrenia, más de una docena de testimonios que abordan los distintos trastornos crónicos que se agrupan bajo el paraguas de este término, cada uno abordado desde un punto de vista nuevo: el miedo, la impotencia, la esperanza, el desconcierto,...

Lo bueno de los cuentos es su base real plasmada con maestría en unas páginas que no rehuyen la literatura. El autor barcelonés ficcionaliza sin despegar los pies del suelo, enriqueciendo con su estilo multiforme la crónica de un estigma que muchos individuos sufren en nuestra sociedad. Trece años después, Sapristi publica la versión viñetada de este magnífico libro y lo pone en manos de un historietista desconocido que me ha dejado boquiabierto.

De primeras, el estilo de Alfredo Borés no llama especialmente la atención. Sin embargo, a medida que el lector se sumerge en las cinco historias adaptadas del original, resulta palpable su talento. Al igual que Ruiz Garzón con las palabras, domina la imagen y la narración secuencial de modo envidiable. Sus metáforas visuales transmiten a la perfección el creciente padecimiento de los personajes, que llegan a verse superados.

Empieza con las onomatopeyas que invaden la cabeza de Raúl, el protagonista de la primera historia, Las voces, y termina con las serpientes y el minotauro infernal que asedian a Alberto en la última, El laberinto. Conecta Kiosko y Química a través de sus protagonistas para demostrar que no todos los finales son iguales, y vemos la paciencia tenaz de una madre que afronta el mal de su hijo en Mamá a través de viñetas clónicas que desdibujan el mundo que la rodea.

Ningún capítulo de este cómic deja indiferente. Ahonda sin más drama que la verdad, una verdad que hay que encarar e intentar superar sin concesiones. En mitad del horror, hay hasta gotas de humor. Reduce la paleta a apenas tres colores: rojo, violeta y sepia, y con ellos consigue expresar la gravedad o quietud de cada escena. No cabe duda de que Borés ha hecho la mejor adaptación posible del libro de Ricard Ruiz Garzón. Forman, sin lugar a dudas, un tándem envidiable.

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