Cuando el librero fue cliente

Un gran hombre, joven pero hombre, en su santuario de libros de segunda mano del Mercat de Sant Antoni. Un cliente incauto mira, no encuentra, pregunta.

—Disculpa, ¿sabes si tienes este libro? —le enseña el papel.

El gran hombre lo mira, asiente, sigue asintiendo, cabecea todavía más, se muerde el labio superior. Devuelve el papel sin levantar la vista.

—Sí —responde mirando al suelo y sin dejar de asentir— creo que lo tengo pero no aquí —su acritud y la velocidad de sus palabras crece exponencialmente; habla de carrerilla, se lo sabe de memoria— en mi tienda tengo otros libros además tengo un catálogo sólo de ciencia-ficción que suman unos tres mil ejemplares tres mil ejemplares.
—¿Dónde está?
—Tres mil ejemplares abro de lunes a viernes sólo por las tardes.
—¿Dónde está?
—Tres mil, además de lo libros en tienda, el catálogo de ciencia ficción es de tres mil en calle Aribau y sé lo que tengo seguro que lo tengo allí en mis tres mil ejemplares y sé lo que tengo entre ellos y conozco el libro y seguro que lo tengo porque si sé que tengo tres mil novelas de ciencia-ficción es que sé lo que tengo no sé si me entiendes.

El cliente incauto flipando. ¿Qué se supone que tiene que entender? ¿Que este señor no ha pasado los cursos necesarios para saber lo que quiere decir la "atención al cliente".

—No.

El gran hombre suspira bajo su enorme palmera de cabello y su espesa barba sobre su camiseta de colores de otro mundo.

—Que si sé lo que tengo, mi librería no es el lugar para comprar libros baratos.

Se queda callado. Me quedo callado. ¿Quién cojones te crees?
Me voy. En internet lo puedo conseguir el ejemplar que busco por quince euros; en Amazon, la edición de bolsillo inglesa por cuatro dólares.

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