No sólo porque nuestros nombres empiecen y acaben igual, sino también porque durante mi infancia mis padres me llevaban de vacaciones al pueblo donde vivía y no llegué nunca a conocerle, siento rabia. Era y es un pueblo turístico de esos que cuando llega el invierno deben de convertirse en los pueblos fantasmas de las películas de terror, pero con la cartelería colorida y cutre que sirve de reclamo a los turistas. Con el tiempo, mi deseo de que nos pudiéramos haber encontrado por una de las calles de aquel pueblecito de la costa mientras paseaba con mis padres, o volviendo de la playa con todos los bártulos, yo con mi cubo y con mi pala de plástico, se ha incrementado hasta tal punto que comienzo a dudar de lo que son mis propias fantasías y lo que ocurrió de veras. Pienso que si sigo así, la tendencia natural me llevará a ser un viejo que camine por las calles de otra ciudad, donde me habré asentado, y que iré explicando mis historias falsas, mis encuentros inexistentes con celebridades, a los clientes de la panadería, a la señora frutera, al señor pescadero, a los jóvenes en el parque, que tal vez no escuchen por interés mis batallitas sino para reírse de mí, algunos tal vez me tiren piedras y me griten “viejo chocho” sin saber yo de dónde vienen los proyectiles, y así irán consumiéndose mis últimos días en la tierra (encima, no debajo), abrazado por sueños tangibles a través de recuerdos que otros considerarán falsos y yo, puros y salvíficos. Cuando imagino este futuro siento miedo, porque me parece terrible que me apedreen por estar loco, y más los niños, inocentes, pero también cierta nostalgia y cierta saudade aunque nada de esto haya pasado todavía. Es absurdo pero puedo sentirlo, del mismo modo que me enfado por haber perdido la posibilidad de haberlo conocido en vida a pesar de que esta posibilidad nunca existió, pues a mis cinco años ni me interesaban sus libros ni sabía de su existencia ni me preocupaba nada más allá de mi cubo y mi pala, que hacían castillos de arena realmente increíbles.
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