Salgo de casa, de la vieja casa en la ciudad de siempre, en dirección a casa de la abuela, y quedo arrebatado por lo que veo. El aire es amarillo. Ese es mi primer pensamiento. Gas mostaza, aunque no sé cómo es pero cuyo nombre lo tengo por alguna razón grabado en la cabeza, es el segundo. Seguramente, sea debido a la asiduidad de las guerras en televisión. Tampoco es que me venga a la mente de manera alarmante, anunciando el desate del miedo. Es una simple conexión entre “aire” y “gas”, y entre “amarillo” y “mostaza”. Luego, en seguida, me doy cuenta de que lo que es amarillo es la luz. Pero no como los rayos del atardecer, que son más bien naranjas y rosados, sino como el tratamiento de la imagen de las escenas asfixiantes de las películas apocalípticas, cuando el mundo entero ha sido arrasado por alguna catástrofe de magnitud y efectos especiales increíbles. Es una sensación extraña que la vida, a veces, se comporte como una película porque lo desubica a uno, no sabe si está soñando o si realmente aquello que ve está sucediendo. Es un brillo apagado y pesado, que me recuerda palabras como “mortecino” o como “gloomy”, cuya sonoridad me relaja. Sigo de camino a casa de mi abuela sopesando mi incapacidad de describir, de diseccionar imágenes, de mi absoluta necesidad de compararlas, de encontrar un referente cinematográfico o pictórico para poder explicarlas. No creo que la vida imite al arte, pero estoy seguro de que somos incapaces de ver de manera inartística, inartificiosa. No ya de ver la realidad tal como es, planteamiento de dudosa factibilidad, sino de ver la realidad fuera de tal como somos.
1 comentario
A mi los cielos amarillos me recuerdan a Turner...
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