Absolón Amet, relojero de La Rochelle, puede llamarse en cierto modo el precursor oculto de una parte no despreciable de lo que más adelante sería denominado la filosofía moderna –tal vez de toda la filosofía moderna–, y más exactamente de aquel amplio sector de investigación con fines superfluos o decorativos que consiste en la casual aproximación de vocablos que en la práctica corriente rara vez mantienen contacto entre sí, con la consiguiente deducción del sentido o los sentidos que eventualmente se puedan desprender del conjunto; por ejemplo: «La Historia es el movimiento de la nada hacia el tiempo», y combinaciones semejantes. Hombre del siglo XVIII, hombre habilidoso, Amet jamás pretendió la sátira o el conocimiento; hombre de mecanismos, no quiso mostrar otra cosa que un mecanismo. En el cual se ocultaba amenazador –pero él no lo sabía– un hormigueante futuro de deshonestos profesores de semiótica y brillantes poetas de vanguardia.
Amet había inventado y fabricado un Filósofo Universal que al comienzo ocupaba la mitad de una mesa pero que al final llenaba toda una habitación. El aparato consistía esencialmente en un conjunto bastante sencillo de ruedas dentadas movidas por muelles y reguladas en su movimiento por un mecanismo especial de resorte que detenía periódicamente el engranaje. Cinco (en la versión inicial) ruedas coaxiales, de diámetro diferente, con otros tantos cilindros gruesos y pequeños, enteramente recubiertos de etiquetas, cada una de las cuales llevaba escrito encima un vocablo. Estas etiquetas iban pasando sucesivamente ante una pantalla de madera dotada de ventanillas rectangulares de modo que en cada pausa, podía leerse una frase siempre casual pero no siempre desprovista de sentido. (…) De todos modos, esta primera forma de Filósofo Universal, à six mots, seguía siendo evidentemente demasiado rudimentaria, a partir del momento en que sólo podía ofrecer pensamientos del tipo: «La vida-gira-hacia-igual-punto», «La mujer-elige-bajo-impulsos», «El universo-nace-de-mucha-pasión», u otros más frívolos todavía.
La sinagoga de los iconoclastas, J. Rodolfo Wilcock
ed. Anagrama, trad. De Joaquín Jordá
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