Leísmo

Le leo a Leo los libros que leo. Le gustan. Luego, los lee Leo por su cuenta. Me sigue y me avanza. Lee Leo hasta los que no leo. Los libros que citan los libros que leo, que leemos, matrioshkas de la literatura, allá va Leo como un león, devorando lo que no leo. Le observo leer. Le era indiferente hace unos años y ahora parece que leyera un libro por hora. Imaginar lo que en un futuro no leyere, le hiere como si todas las hojas de los libros que no ha abierto le cortaran con sus bordes afilados. Por eso lee más y más aprisa. Y lo entiende. Lo recuerda. Le ordeno que se lo tome con calma, pero como un yonki, lo ignora. Leo a ratos porque la mayoría de ratos leo en diagonal, superficialmente, mirando a Leo de reojo leyendo como un loco. Lo consume su locura con su memoria prodigiosa, almacenando títulos sin parar, esos títulos que ha leído en los libros que le he leído y luego ha leído, e incluso en los que no le he leído ni he leído ni leeré jamás y que él ha devorado. Me lee Leo fragmentos enteros, de diez páginas, mientras lee para sí. Lee como para devolverme lo que le he leído, pero hay algo atroz en todo ello. No me lee como le leía yo, no lee leyendo para otro, lee para Leo y, los demás, somos su eco. Se lo recrimino y se hace el sueco. O sinceramente no me oye, no sé qué es peor. Lee Leo hasta lo que escribo. Lee mis notas en la nevera, mis listas de la compra, mis recados. Lee mi periódico y lee mi diario, mis secretos. Lee leo hasta estás líneas que escribo, mientras lee cualquier otra cosa. Leo lee y espía la pantalla de mi ordenador y me recrimina que lo llamara yonqui, y yo me hago el sueco. Le hostigo para que pare, que lea lo que lea, que no lea lo que escribo, que es personal, que es mío. A Leo le horrorizan mis palabras. Leo leerá todo, me dice o me lee, pues parece tenerlo escrito. Nada pertenece a nadie. Desde el buen momento que ha salido de mí, ya nunca más será mío. Le organizo una cita para que tome el aire, para que me deje solo con mi escritura, con mi lectura, sin ninguna nariz sobre el hombro ni en mis páginas. Le hostió a Leo la chica al final de la velada, pues estuvo leyendo durante la cena, el muy cretino. Le obceca tanto la lectura que le obnubila y le oblitera el mundo. Le oculto lo que lee, que ni en sueños yo hubiera leído, y le ofendo. Dice que tengo envidia. Hablo pestes de él al casero y éste le obliga a marcharse. Leo le obedece decentemente, mente puesta en lo que lee, sin inmutarse, sin perder los estribos. Leo, meses después, en la prensa, que hospitalizaron a Leo, atropellado mientras cruzaba la Gran Vía leyendo, semáforo en llamas. Le lloro y le apilo los libros que leyó. Los quemo. Le odio. Le olvido.

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