En la edad en que más aprecio se hace de los servicios del sastre y del barbero, cuando más se mira uno al espejo, muchos suelen soñar en un lugar ideal para vivir o, al menos, en un modus vivendi que esté de moda, aunque no satisfaga al gusto personal. Tal idealización estereotipada de la sociedad viene atribuyéndose desde hace tiempo a un tipo de ciudad superamericana donde para todo, para emprender la marcha o para hacer un alto en el camino, se echa mano del cronómetro. Tierra y aire construyen un hormiguero horadado de calles y pisos. Vehículos aéreos, terrestres, subterráneos, postales, caravanas de automóviles se cruzan horizontalmente; ascensores velocísimos absorben en sentido vertical masas humanas y las vomitan en los distintos niveles de tráfico; en los puntos de enlace se salta de un medio de locomoción a otro, y entre dos velocidades rítmicas, por las que uno es arrastrado y lanzado sin consideración, hay una pausa, una síncopa, una pequeña hendedura de veinte segundos en cuyos intervalos apenas se consigue cambiar dos palabras. Preguntas y respuestas engranan como piezas de máquina, cada individuo carga con sus obligaciones, las profesiones se agrupan, se toma el alimento mientras se hace otra cosa, las diversiones se concentran en zonas especiales, y en otras se alzan torres donde uno encuentra mujer, familia, gramófono y alma. Tirantez y laxitud, actividad y amor se desmiembran temporalmente y se miden conforme a un estricto sistema de laboratorio. Si en el desenvolvimiento de cualquiera de estas funciones surgen dificultades, se desiste de ellas: no tardarán en presentarse otras, o bien alguien que también haya errado el camino; nada de esto perjudica porque el máximo derroche de fuerza es causado por la arrogancia de creerse llamado a completar un fin personal predeterminado. En una colectividad todo camino conduce a un buen fin, si no se titubea y reflexiona demasiado. La meta está puesta a breve distancia, pero también la vida es breve; así se obtiene de ella el máximo rendimiento; el hombre no necesita más para ser feliz, pues el éxito conseguido da forma al alma, mientras que aquello a lo que se aspira sin conseguirlo tan sólo la retuerce; la felicidad no depende tanto de lo que se desea, sino de lo que se alcanza. Además, enseña la zoología que de un conjunto de individuos limitados puede resultar una especie genial.
No es seguro que vaya a suceder así, pero semejantes fantasías recuerdan los sueños de los viajes en que se refleja el incesante movimiento que nos arrastra. Son superficiales, inquietos y cortos. Sabe Dios en qué acabarán. Se debería creer que en cada momento tenemos en nuestra mano los elementos y la posibilidad de ponernos a la obra y de planearla para todos. Si no nos satisface el asunto de la velocidad, inventemos otra cosa. Por ejemplo, una cosa lenta, con una felicidad fluctuante como un velo, misteriosa como un caracol marino y con una profunda mirada de vaca que ya los griegos fantasearon. Pero esto no es así ni mucho menos. La cosa nos tiene dominados. Día y noche viajamos dentro de ella, y en ella desarrollamos toda nuestra actividad; allí se afeita uno, come, ama, lee, ejerce el propio oficio, como si las cuatro paredes estuvieran fijas y lo inquietante es que las paredes viajen sin que lo advirtamos, y los raíles se proyecten como largos hilos tangibles y curvados hacia adelante, pero sin saber hasta dónde. Por encima de todo se pretende tomar parte de las fuerzas que guían el tren del tiempo. Éste es un papel muy confuso: cuando se mira afuera, después de algún tiempo, se ve que el paisaje ha cambiado; lo que aquí pasa de largo, pasó; no puede ser de otra manera, pero, pese a todo sentimiento de entrega, cada vez adquiere más fuerza un sentimiento desagradable, como de haberse pasado del lugar de destino o haber ido a parar a una falsa desviación. Un buen día aparece la frenética necesidad; ¡apearse!, ¡saltar! ¡Un deseo de ser impedido, de no seguir desarrollándose, de parar, de retroceder al punto que precede a un falso empalme! En aquellos buenos tiempos del pasado, cuando aún existía el Imperio austríaco, se podía abandonar el tren del tiempo en un caso así, tomar un tren corriente de una vía férrea común y volver a la patria.
Comienzo del capítulo 8, "Kakania", de
El hombre sin atributos de Robert Musil
1 comentario
Me entran sudores fríos solo de pensar en leerlo entero.
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