Han pasado siete meses desde que leí mi último libro, L'amor que fa caure ciutats, que reúne dos cuentos breves de Eileen Chang, y un año desde que terminé la decepcionante novela ¡Despierte, señor! de Jonathan Ames. Para remontarme a mi último novelón, debería hacer tanto scroll con el ratón que acabaría desgastando la rueda. Una pena.
He tardado casi nueves meses en terminar Voces de Chernóbil, de la premio Nobel Svetlana Alexiévich. Ha sido tan duro como convulso, y no me estoy refiriendo al empedrado camino de su lectura, llena de parones y de vídeos de Youtube reproducidos en móviles ajenos en pleno vagón del tren sin auriculares ni respeto por los demás.
La periodista bielorrusa recoge numerosos testimonios de la población de su país a raíz de la catástrofe nuclear de Chernóbil. Ha entrevistado desde aldeanos que vivían cerca de la central hasta soldados, fotógrafos, periodistas, ingenieros o diputados. Ningundo de ellos ha salió indemne de la catástrofe.
Lo que Alexiévich consigue transmitir es la visión que tuvo la gente del accidente durante los días siguientes a la tragedia, y cómo eran incapaces de comprender la gravedad de lo sucedido. Los civiles no entendían la urgencia del ejército por evacuarlos. Se preguntaban si, en realidad, no había estallado una guerra, pues no veían qué tan peligroso podía ser el incendio del reactor.
Plasma muy bien cómo los civiles no entraron en pánico gracias a la propaganda tranquilizadora por parte del Gobierno de la URSS. Nadie desconfiaba de la autoridad ni del Partido. Incluso llegaron a convencer a expertos en energía nuclear de que no había problema alguno. Eso fue lo que más descolocó a muchos después de descubrir la verdad con sus propios ojos en sus propios hijos.
La reportera no emite juicios de opinión, sólo recoge las palabras de los entrevistados. Aún así, en la amalgama de voces, conocemos cuán profunda fue la herida, cuán desorientados quedaron muchos tras el derrumbe del régimen soviético y cómo todo aquello en lo que creían y confiaban se derrumbó. Para muchos de ellos, hay un claro antes y después de Chernóbil.
La multiplicidad de voces es enorme, desde defensores a ultranza de la Unión y de la actuación que se llevó a cabo hasta detractores acérrimos. Explican su experiencia científicos, soldados, artistas, periodistas, cargos políticos, familiares de afectados, criaturas enfermas, viudas de liquidadores, habitantes de poblaciones cercanas trasladados, ancianos que se quedaron a pesar de todo,...
Es una lectura incómoda y conmovedora, interesante y reveladora. Hay testimonios difíciles de digerir en una sentada. Uno empatiza con las víctimas porque es consciente de que, dado la senda que siguen las decisiones políticas de los líderes mundiales, se va a volver a repetir como ya sucedió con Fukushima. Y nos volverán a mentir, y volveremos a ser la carne de cañón que limpie el estropicio.
No cabe luz ni esperanza en este libro. Denuncia las graves consecuencias de la mala gestión de la energía nuclear, de un momento histórico del que no hemos aprendido, y expone el desbordante sufrimiento que conlleva un simple accidente. Hay que tener presente que cuando ocurre, no hay lugar donde escapar, y que quienes se llenan los bolsillos permitendo que se reabran viejos reactores, no vendrán a arrimar el hombro cuando estallen.
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