Al día siguiente, tras siete horas de contar, puntear, empaquetar y devolver revistas y periódicos en el quiosco como un zombi, leí frente a un ordenador de la biblioteca del barrio lo que le había sucedido a mi ex compañero de piso y a su vaso. La verdad es que me sentí muy solo cuando desapareció su voz. Dejé mi vaso sobre la estantería del dormitorio, como siempre hacía con las cosas que quería proteger de los recorridos nocturnos del gato, un animal inverosímilmente torpe. Sobre la una y media, me despertó una especie de chillido ahogado. El gato estaba recostado a mis pies, igual que la primera vez que oí voces emanando del recipiente, y en seguida pensé que la conexión había sido reestablecida. Salí de la cama, cogí el vaso y lo llamé, pero como respuesta, en vez de un melodioso acento, oí un estridente y espeluznante alarido lleno de lágrimas. Como un cuchillo de hielo, aquel canto de cisne despiadado me desgarró las entrañas. Y luego, de nuevo, sonido de vidrios rotos.
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