V.O.S. es sorprendente. Su originalidad no está en el relato (cuatro amigos, dos parejas, se encuentran en Barcelona para dar pie a una comedia romántica de enredo) sino en el cómo. Aunque decir esto no la convierte en nada demasiado especial. La película se construye a sí misma, sobre la marcha, y hasta se reescribe. El director y los actores entran y salen de la ficción. Aparecen y desaparecen los focos, los micrófonos, las cámaras. Como en cualquier rodaje, las escenas no se graban en orden.
No encontraremos ese punto y aparte que separe los dos mundos. En la misma toma, dos personajes salen por la puerta de una habitación y se encuentran entre bambalinas, donde el diálogo continua, para luego entrar en el decorado de un bar, donde empieza la nueva escena y donde, de repente, uno de ellos se bloquea, pide que se detenga todo y exige cambiar una frase porque la del guión no le resulta creíble para su personaje.
En este continuo, se crea una babel donde español, catalán y euskera se revuelcan juntos en la cama de la lengua. Aconsejo ver V.O.S. en, valga la redundancia, versión original. Es preferible porque el doblaje no consigue casar bien los labios con las voces. Sin embargo, no es estrictamente necesario porque el juego se mantiene. En lugar de tener un 50-50 de español y catalán, tendremos un 80-20, respectivamente. El uso del euskera, en general, es puntual.
La naturalidad con la que Cesc Gay rueda todo esto es desarmante. Parece sencillo pero las idas y venidas me parecieron espectaculares: cómo rehacen escenas, cómo las discute con los personajes y con los actores, cómo se generan roces y tensiones entre ficción y realidad o, mejor dicho, entre la ficción de la historia y la ficción del rodaje. Sin perder el ritmo en ningún momento, Gay nos invita a reflexionar sobre el cine y sobre cómo se construye una película.
Al igual que con El otro lado de la cama y su secuela, me he reído mucho. Sustituyendo los número musicales por juegos de metaficción, y con muchos menos líos de sábanas, V.O.S. consigue hacer pasar un buen rato al espectador mientras le hace tomar conciencia de que lo que está viendo es una construcción, un artificio. En un discreto ejercicio malabar con las palabras, este filme bien podría haberse sido bautizado como El otro lado de la cámara.
Muy recomendable para pasar un buen rato con una película tan interesante como poco habitual en el panorama cinematográfico español.
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