Una peli te puede engañar. Puedes verla y pensar que es buena pero, luego, darte cuenta de que te la han metido doblada. Con La Deuda, salí del cine hipnotizado por la hermosa fotografía y el ritmo narrativo. Fue después, comentándola con mi pareja, que empecé a hundirme en la miseria.
Oliver es un estadounidense que trabaja en una empresa financiera dedicada a la especulación y está a punto de conseguir su gran triunfo: comprar gran parte de la deuda peruana generada tras la reforma agraria de 1968, cuando las tierras privadas pasaron a ser propiedad del estado a cambio de unos bonos que en la actualidad no valen ni para limpiarse el agujero donde la espalda pierde su nombre. A partir de aquí, el tema se malbarata estrepitosamente.
Falta un agricultor por convencer de que venda su tierra. Acuciado por su jefe, quien necesita que la transacción se realice lo antes posible, Oliver viaja a Perú junto con su socio, Ricardo (Alberto Amman de Celda 211), un peruano que se debate entre si lo que está haciendo está bien o mal. Ya en este punto uno debería preguntarse qué coño pasa para que alguien que se dedica a hundir mercados del tercer mundo albergue dudas morales acerca de sus acciones. ¿A qué viene esa mariconada ética, esa mojigatería? Tanto Oliver como Ricardo deberían ser dos hijoputas sin escrúpulos de cuidado pero, en cambio, son dos princesitas que no saben en qué negocios está el malo de su maridito que engrosa la cuenta común con millones de euros cada semana.
Cuando llegan a Lima, Ricardo le dice a Oliver que vaya con cuidado, que él canta como una almeja y los peruanos no se van a fiar de él. Le dice que se deje guiar por él, que conoce de qué va el tema, cómo funciona la cosa, que están en su patria. Después de esto, Ricardo se pierde en mitad del campo porque se mete con un turismo por los Andes y, sorpresa, se le avería. Mientras tanto, el gringo se desenvuelve sin problema con los autóctonos pese a no tener idea de español.
Esta es la historia principal (por algo, el título original es Oliver's debt) pero hay dos más. Una nos cuenta la vida de ese agricultor al que van a darle el sablazo, que para más señas es viudo, con hijos y honrado. La otra es la de una enfermera con su madre enferma que sufre como si no tuviera el culo pelado de ver moribundos en las camas de su hospital. Con estas tres tramas, el director intenta mostrar los tejemanejes entre los potentados peruanos y sus colegas estadounidenses para socavar todavía más la precaria situación del sector agrario y la sanidad pública del país.
El problema es que la evolución de los acontecimientos resulta inverosímil. La película se alarga durante casi dos horas para aportar mayoritariamente paja. La trama de la enfermera resulta prescindible, pues si la eliminamos la coherencia del resto del filme se mantiene sin problema. Las otras dos, por su parte, avanzan al principio de modo muy moroso para, al final, dispararse... como una escopeta en un pie. Coincidencias sacadas de la manga, deducciones que ni Sherlock Holmes leyendo el guión y malos decimonónicos que revelan sus planes diabólicos surgen por doquier.
Se presenta el tema de la deuda agraria para, luego, reducir el asunto a la obtención de la firma de un payés que no cambiará apenas en nada la negociación. Tenemos una especie de mafioso peruano que también quiere esas tierras. Se compinchan. El que supuestamente era el que conocía el terreno, se pierde. El que supuestamente no podía hacer nada sin ese experto, lo consigue todo. El hijo del agricultor andino, que se pasa el día triscando con las cabras, se cae corriendo en llano y se rompe la pierna. Con la firma obtenida a cambio de conseguirle al chaval un helicóptero que lo lleve al hospital, Oliver acude a la comisaría porque han encontrado el cadáver de Ricardo.
En la cartera del deceso hay una pepita de oro. Va a ver al mafioso con los bonos firmados y la pepita para acusarle de vete tú a saber qué, pues por lo visto hay diferencia entre querer las tierras por el oro y quererlas para extorsionar al gobierno peruano, y descubre que su jefe tenía un acuerdo con el mafioso para hacerse con la explotación de esas minas. Bueno, más que descubrir, se los encuentra juntos tomando un coñac tan ricamente con las puertas de casa abiertas. La pregunta es para qué coño nadie pagaría por enviar a dos trabajadores con todos los gastos pagados a otro país si podía haberles contado todo desde el principio, ahorrando tiempo y dinero.
El prota los acusa de haber matado a su compañero pero ambos lo niegan. Es difícil apoyar a Oliver en esto cuando uno ha visto las destrezas del bueno de Ricardito. No resulta increíble pensar que el pipolo se cayó él solito por los riscos del río donde encontró el oro. Además, ¿qué sentido tendría matarlo y dejarle la prueba encima? Y si todo está tan corrupto, ¿cómo es que los policías no robaron sus pertenencias?
Al final, Oliver se da cuenta de que hacía cosas malas, que ha muerto gente por su culpa, que ha negociado con la vida de un niño para conseguir las tierras de un inocente y que, desde el principio, su jefe no tenía buenas intenciones a la hora de exigirle el cobro de los bonos al gobierno peruano para someterlo económicamente. Qué cosas. Rompe el contrato firmado por el agricultor y, mientras mira cómo rompen las olas contra la costa limeña, telefonea a su esposa para informarle de que ya ha acabado con todo y que vuelve a casa.
Semejante disparate me lo tragué yo sin rechistar, hasta contento. Por suerte, siempre hay alguien cerca para darte un buen capón y recordarte que, si no al completo, como mínimo eres medio gilipollas. Por cosas así es bueno ir acompañado al cine.
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