28 días después de Danny Boyle


No me la esperaba así. Cuando la terminé, eché un ojo a Google y descubrí que las imágenes que había en mi cabeza pertenecían al tráiler de 28 semanas después, su secuela. Tampoco sabía que la había rodado el director de la genial Trainspotting. Ni siquiera sabía que Danny Boyle es el mismo que nos trajo Slumdog Millionaire o el último biopic de Steve Jobs con Fassbender. La vi, pues, virgen de todo conocimiento.

28 días después (2002) está considerada un giro de tuerca al género de zombis pero lo cierto es que, pese a que coincida en la idea de un mal que se propaga y diezma a la humanidad, la confrontación entre los vivos y los condenados no sigue las mismas reglas ni tiene el mismo objetivo. En las películas clásicas, los movimientos de los no muertos son lentos y torpes pero su número es ingente. Su amenaza crece paulatina e inexorablemente como un cáncer.

Aquí, en cambio, apenas vemos grupitos esporádicamente pero cuando aparecen son una manada enfurecida de Usain Bolts dopados. Ahora la zombificación es casi instantánea y, por lo que me pareció, se les puede matar de más formas que únicamente destrozándoles la cabeza. Son más agresivos pero también más vulnerables porque su origen ya no se encuentra en la brujería del vudú. La lucha ya no es contra poseídos sino contra infectados, seres que se rigen por dictados biológicos y no mágicos.

Como película de terror no me ha funcionado, porque no sentí miedo en ningún momento, pero hay que reconocer que la acción, el malestar y la violencia son brutales. Las carreras son frenéticas y las muertes son crudas y despiadadas, sin heroicidades. El pragmatismo y el desapego de las acciones de los personajes lo dejan a uno a medio camino de la desesperación suicida y la depresión sumisa.

Su estética y actitud punk me ha encantado. Que el escenario sea el Londres del No future y no Nueva York es un soplo de aire fresco en mitad del apocalipsis. Los detalles de Boyle con la cámara también son muy interesantes, como ese prado que es una pintura, o esa cantidad de planos y perspectivas de frenopático que tan acertadamente sitúan el final del mundo hoy. Uno siente la desesperanza, la desubicación de los personajes, el desasosiego de pasar de momentos de calma a situaciones de gran ansiedad.

He leído críticas que la dejan hecha un guiñapo en cuanto al guión. Por un lado, tienen razón en las incongruencias pero, por otro, más allá de que no esperase ningún homenaje a Shakespeare, la película avanza con su lógica interna a tan buen ritmo que no las percibes a menos que estés apuntándolas porque te has dado cuenta de que te han vendido una peli de zombis que no lo es.

Recuerdo ese momento final en que la brutalidad de los infectados y los sanos convergen y son una única locura demasiado humana. Boyle no busca el miedo a lo sobrenatural sino el pánico hacia nuestra propia existencia nihilista sin rumbo ni sentido. Su objetivo no es que te asustes puntualmente durante dos horas sino que te acojones al ver lo que estás haciendo con tu vida, cómo la estamos malgastando.

Es entonces cuando vuelves a escuchar las palabras de Renton resonando en tu cabeza: Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige...

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