Pensé que Jonathan Ames sería divertido, si no al estilo de Tom Sharpe, tal vez sí como Martin Amis. Fueron los dos primeros referentes que me vinieron a la mente el día que compré el libro, pese a que sólo he leído una obra de cada autor. Pensé que me ayudaría a pasar un buen rato con una lectura ligera, que amenizaría mis tardes.
El tema está en que, a pesar del chiste gráfico de la cubierta con el educado mayordomo intentando despertar a un amo que parece muerto, el autor es neoyorquino. Cierto es que no hay que esperar que cualquier libro con una ilustración con aires británicos proceda del mismo centro de la Commonwealth; pero sí que, en mi caso, lo asocié con la fina ironía y mala leche británicas.
Con ¡Despierte, señor! he sufrido algo similar al aburrimiento: desinterés. Me ha costado acabármelo. He tenido que esforzarme para llegar hasta su página 410. Después de tanto tiempo en dique seco, y tras el segundo fracaso de iniciar mi travesía por El hombre sin atributos de Musil, no podía quedarme a la mitad. Hubiera sido frustrante.
La impresión de que me reiría vino dada no sólo por la imagen de la cubierta sino por los elogios en la contratapa. Cualquier persona avispada hubiera sospechado de esas once reseñas resumidas en un único y repetido adjetivo. La única opinión original en español es la del periodista y escritor barcelonés Miqui Otero quien, curiosamente, sólo tiene artículo en la Wikipedia en catalán1.
No quiero apuntar que sea un caso de críticos pagados similar al de La verdad sobre el caso Harry Quebert, pues ese fue un insulto flagrante, pero llama la atención que Miqui Otero coincida con el resto de medios anglosajones con un adjetivo que, hoy en día, raramente se usa en castellano fuera de las páginas de Mortadelo y que, además, se usa como traducción de "hilarious" en el resto de casos.
«Meh.» | Ricardo Triviño |
Pero, bueno, no es cuestión de cebarse con una detalle menor de la traducción. Como dudaba, decidí consultar en Google: tanto en Goodreads como en Amazon.com numerosos lectores valoran el libro con casi 4 estrellas sobre 5, la misma que tiene en ambos sitios El Código Da Vinci. Tanta gente no puede estar equivocada; de otro modo, la democracia no funcionaría tan bien como nos dicen.
Es posible que sea víctima de un Lost in Translation y me haya convertido en un amargado Bill Murray pero, entonces, ¿dónde está mi Scarlett Johansson? ¿Quién ha escrito semejante guion? No creo que sea plan echarle la culpa a Joan Eloi Roca, que suficiente tiene con haber dejado la banda del programa de Buenafuente para reconvertirse en traductor, con lo mal pagado que está.
Constaté que la culpa no era suya tras leer unas cuantas opiniones negativas en inglés con puntos de vista similares a los míos. Lo más sensato es concluir que existe una falta de entendimiento con el autor y su humor, un malentendido que me ha acompañado durante el largo del séquito de páginas de relleno que suceden al simpático y moderadamente gracioso comienzo de la novela.
Alan Blair es un joven escritorzuelo que tuvo gran éxito con su ópera prima pero que, desde entonces, no ha vuelto a levantar cabeza, y cuando digo "levantar cabeza" quiero decir "pegar un palo al agua". Es la caricatura del artista atormentado que, en realidad, es un inútil acomodado.
Vive como parásito en casa de sus tíos y empina el codo más de lo razonablemente permitido. Tiene un ayuda de cámara llamado Jeeves, tocayo del personaje creado por el escritor cómico P. G. Woodehouse (dato apuntado por el narrador, que es el mismo Blair). Entre ambos hay largos diálogos donde Jeeves muestra su flema británica ante las triviales dudas existenciales de su amo.
Yo no he conseguido pillarle la gracia a las parrafadas que se montan entre ambos. Todo gira hacia temas que aquí nos tocan de refilón por no decir que nos driblan. El protagonista se refiere a ellos como "la cuestión homosexual" y "la cuestión judía".
Todo el rollo del judaísmo está muy presente en los EE.UU. pero aquí es inexistente. Y los comentarios sobre la homosexualidad se reflejan en guiños no demasiado velados al deseo latente del personaje hacia los hombres y en pequeñas opiniones a caballo entre la ignorancia y la homofobia. El miedo que tiene hacia los gais es inversamente proporcional a su romance con el bebercio.
Lo que en las películas del Oeste es algo gracioso, con el borrachuzo del pueblo soltando sus chascarrillos, aquí es un problema grave de salud. Parece que uno podrá reírse de ello pero, en seguida, es presentado como la enfermedad que es, recordando que el protagonista está destrozando su vida y debería asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos. Ja ja... pero no.
La historia es una especie de road movie sin GPS. ¿Qué quiere explicarnos el señor Ames? Todo son circunloquios de un dipsomaníaco en torno a divagaciones excesivamente carentes de interés. Es amontonar palabras por amontonarlas. Si, al menos, fuera una escritura que se pudiera disfrutar por sí misma, por su sintaxis, su vocabulario, sus descripciones o su ritmo...
No he sido capaz de engancharme. He estado cuatrocientas páginas intentándolo. Es una novela que considero mala porque, harto ya, empecé a leer únicamente los diálogos y me ha quedado perfectamente claro qué sucedía. Si las charletas de los atormentados artistuchos son banales, cómo no será el resto de la narración si es prescindible.
Una cosa buena puedo decir y, tras todo lo dicho, puede sonar a burla o recochineo pero es cierta. Principal de los Libros es la primera de las nuevas editoriales que ha ofrecido una edición en bolsillo excelente, mejor que muchas de las consagradas.
¡Despierte, señor! tiene un formato ideal de 12,5x19cm, con una fuente y un tamaño de letra visualmente deliciosos, de lectura agradable y cómoda. Las tapas son blandas, muy flexibles, nada rígidas. El ebook le estará comiendo terreno a la edición de bolsillo pero la ergonomía del papel todavía no la ha superado la máquina digital.
Esperando encontrar una historia que sí me satisfaga en su catálogo, como mínimo los felicito por la edición del libro.
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1 Siempre me reconcome pensar que, aunque el Diccionari de l'Institut d'Estudis Catalans admite entradas para palabras como "whisky" y "welwítsquia", y en el de la Enciclopèdia Catalana hasta para "wahhabisme", a nadie le pareció bien mantener el nombre original de la Wikipedia, que tuvo que ser catalanizado como Viquipèdia, perdiéndose la etimología original.
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