Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne


Tras leer Voyage autour de ma chambre de Xavier de Maistre, reconozco que me vine un poco arriba y quise intentarlo con otra lectura en francés. Recordaba que, durante mi estancia en Southampton, había devorado Viaje al centro de la Tierra en inglés con fascinación. Su lectura se me hizo tan amena y sencilla que supuse que no me costaría mucho más en la lengua de Molière.

Sin mirar, decidí ir a por otro de los clásicos de Verne: Veinte mil leguas de viaje submarino. ¡Ay! No sólo su extensión es mayor, casi el doble, sino que además transcurre en la parte mojada del mundo. Había olvidado ya lo mucho que había sufrido con El viejo y el mar, La isla del tesoro o Moby Dick (y de este, sólo abordé el comienzo). El vocabulario marino es infinito... y extraño.

En el arranque no me percaté de ello, pues, como Stephen King, el escritor galo te atrapa. La búsqueda y captura del narval gigante con la que abre la historia te devuelve a la infancia. Con los ojos como platos, resigues cada renglón. Volví a engancharme como hacía tiempo que no lo hacía. Estaba en la cresta de la ola cuando el profesor Aronnax pisa al Nautilus y la acción se detiene en seco.

Más de la mitad de la primera parte transcurre en las tripas del submarino, y lo más que hacen el profesor y su fiel sirviente Conseil es listar y describir minuciosamente las característica de toda criatura que se cruzan. No se saltan ni un sólo detalle de la taxonomía de cada bicho, sea mamífero, ave, pez, molusco, coral, esponja o alga. ¡Hasta el plancton!

Nunca imaginé que una aventura bajo el mar se me pudiera hacer tan árida. Así que, a pesar de mantener la firme promesa de terminarlo, cambié de lengua nada más zambullirme en la segunda parte. Sin duda, en español se me hizo mucho más llevadero. Hasta los listados de animales, que me había acostumbrado a recorrer en diagonal, captaban mi atención con algún que otro animal peculiar.

La decoración de la nave es decimonónica y absurda: grandes espejos, cuadros, suntuosas lámparas, un biblioteca con doce mil volúmenes... El clasismo está acorde con la época. No sólo Aronnax trata con inconsciente superioridad a su mayordomo, Nemo se comporta igual. El dormitorio del capitán mide cinco metros de longitud, lo mismo que el de toda su tripulación.

El personaje se aleja de la idea que tenía preconcebida de él. Lejos del aventurero, veo a un ricacho que ha convertido el fondo del océano en su finca particular, diezmándolo sin contemplación. Es tronchante cómo, cada vez que asoma un razonamiento un tanto ecologista, es decapitado rápidamente por la gula de los marineros. Todo lo que nada, corre o vuela, al Nautilus.

Bromas aparte, de no ser por la traducción española, mi opinión sobre el libro hubiera sido más negativa. Mi competencia en francés no es suficiente para este texto. En castellano, la lectura ha sido ágil, más allá de la ausencia de acción en demasiados tramos. Cabe decir, eso sí, que cuando hay acción, ya muchos quisiéramos tener el dominio de Verne.

Tanto la caza del narval, como el tramo en el Polo Sur, ponen al lector en el filo del asiento. Y si se piensa bien, algo similar debían de provocar las ristras enciclopédicas de criaturas, que ahora resultan muy aburridas por culpa de los documentales, pero que en la época podían ser tomados casi por bestiarios fantásticos.

En conjunto, y a pesar de los tropiezos, he acabado contento con el libro. Guardaré un buen recuerdo. Si de algo me arrepiento es de no haber aceptado antes mis limitaciones para lanzarme de cabeza a la obra traducida. Afortunadamente, el texto en castellano se encuentra en Wikisource al alcance de todos, al igual que otros libros del gran genio francés.

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