Hace tiempo leí Xocolata desfeta de Joan-Lluís Lluís, una versión en catalán de Exercices de style de Raymond Queneau. Era un librito breve y totalmente experimental que explicaba la misma anécdota 123 veces utilizando diferentes estilos, géneros, lenguajes y recursos literarios: desde el guion de telenovela al versículo bíblico, del haiku al cuento de terror, del lipograma al caligrama.
Aquel libro me pareció maravilloso, de los más novedosos, refrescantes y divertidos en lengua catalana. Una década después sin leer nada suyo, pero con el recuerdo fresco, busqué entre las casetas del Sant Jordi su decimoquinta obra publicada. Lo encontré y le pedí a mi pareja que me lo regalara. Ya había leído el comienzo en internet y lo quería.
El principio de Junil a les terres del bàrbars te regala un bonito juego metaliterario del texto que se sabe letra. Los capítulos cortos empujan a una lectura que busca pisar el acelerador. La huida de la joven Junil con dos esclavos de las garras de su padre prometía una aventura con giros originales como, tal vez, la saga de la detective Thursday Next del británico Jasper Fforde.
Pero no. El inicio es un espejismo. Su ambientación en la Antigua Roma supone un viaje fallido en el tiempo. El comportamiento y el pensamiento de los personajes sigue siendo de época actual. De haber optado por el género fantástico en lugar del histórico sus anacronías no se comportarían como un despertador de campana en una sesión de hipnotismo.
La falta de profundidad del elenco protagonista y la falta de empaque de la narración hacen que se sienta como una novela juvenil de aventuras en una oficina. En este controlado universo naif e inverosímil, todos son demasiado amables. El arriesgado periplo se convierte en un paseo por el campo que, encima, disimula mal sus intenciones didácticas de escuela secundaria.
Es como esos libros que buscan inculcar en los jóvenes el amor por la lectura con los mismos métodos que fracasaron con sus padres. La reflexión sobre la lengua, la literatura y la traducción es forzada y está mal resuelta. La facilidad con la que personajes de distintas culturas acaban tendiendo puentes lingüísticos entre sí es ridícula. Se habla de oralidad y escritura como si la gestualidad no existiera.
La rapidez de este aprendizaje se ajusta a las necesidades de una trama que salta torpemente los baches que ella misma se crea. Nada llega naturalmente, todo es burdamente explicitado por la voz narrativa. Es algo común en los escritos de autores noveles que empiezan a desarrollar una idea sin el andamiaje necesario, pero no tanto en novelistas con catorce obras a sus espaldas.
Me ha decepcionado tanto como me ha aburrido. Su final deja la puerta abierta a una secuela que podría suceder gracias a las buenas ventas del libro. Dudo que siga los futuros pasos de Junil porque no me ha interesado su búsqueda ni lo que ha encontrado en ella. Ojalá los juegos metaliterarios hubieran tenido un mayor papel, y el pésimo argumento no hubiera desbancado al experimento formal.
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