Entonces, ¿de quién había sido aquella fulminante aria de terror? ¿Cómo descubrirlo? Aguardé durante la noche a ver si volvía a suceder, pero no pasó absolutamente nada. No fue hasta dos noches después que volvió a desvelarme la voz de la que descubrí era una mujer. Intenté llamarla inútilmente. Gritaba y gritaba sin cesar desde las tres hasta las cinco y media de la madrugada. Volví a ir al trabajo con un sueño terrible, pero por la noche continué montando guardia. Desde entonces, no falló ni una sola vez. Intentaba preguntarle el nombre, el lugar donde se encontraba, pero parecía no escucharme. A las dos semanas empecé a faltar al quiosco por razones de salud. El médico me firmó la baja sin problemas al verificar el estado pésimo en el que me encontraba. Y los chillidos hielasangres no se acallaron ninguna noche. A la tercera semana, interpreté lo que parecía la voz de un hombre. Tenía un acento muy marcado. No pronunciaba las zetas, seseaba. No paraba de increpar a la víctima y ella no podía detener el llanto. Era como un cordero en un matadero desquiciado o en un manicomio homicida. Hacía quinientas horas que no dormía.
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