Una noche, desesperado, llamé a la policía para que viniera a mi domicilio. En plena madrugada, los agentes se personaron en mi puerta, los invité a pasar y les expliqué la historia. Todo mi cuerpo temblaba, mi carne parecía ser de gelatina electrocutada, mi voz reverberaba como un fuego a punto de extinguirse, como si estuviera bajo los efectos de la combinación de drogas mal cortadas. La pareja de policías no me tomó en serio, creyeron que deliraba y me acabaron tratando como a un yonqui. Por mucho que intenté hacerles entrar en razón, que vieran lo verdaderamente grave que era la situación, avisaron a una ambulancia y acabé en el hospital, sufriendo el efecto de los sedantes y un lavado de estómago. A lo largo de aquel infierno insomne, me arrebataron mi vaso. Aunque me abracé a él con todas mis fuerzas, los químicos me arrebataron la voluntad y la conciencia, que no recuperé hasta el mediodía del día siguiente. Fui internado en un centro de salud, donde comparto celda con un tipo que mantiene un idilio con el botón superior de su camisa, al que recita en susurros poemas de amor. Cuando nos obligan a acostarnos, me quedó tendido en la infinitud de las horas viendo la luz de la luna y el sol traspasando los diminutos huecos que perforan la persiana. Sigo contemplando oscuros amaneceres, sin conciliar el sueño. Nada del nuevo día anuncia nada nuevo. Siempre es lo mismo, siempre, a la misma hora, la misma voz vuelve a gritarme sin descanso: SOCORRO.
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