El palacio era enorme. Tenía setecientas habitaciones; la mitad de ellas, dormitorios para los invitados. No había problema en que las veladas se alargaran en exceso de horas o de vino, unos vinos excelentes con los que se deleitaba a las visitas antes, durante y después de las exquisitas cenas que se celebraban en grandes mesas colocadas en los jardines, donde el para los paladares más finos que elaboraban en una cocina prodigiosa de la que sólo salían maravillas.
Los colchones eran comodísimos. Uno podía caer rendido sin miedo a no encontrar la postura adecuada: cualquier posición en la que uno se tumbara, aseguraba un sueño instantáneo. Incluso gente que no podía dormir boca arriba, se había despertado con la nariz apuntando a los altos techos de palacio. Tanto era así, que algunos huéspedes, frente a una amabilidad que nunca les negaba nada, se quedaban más de una noche, enlazando cenas hasta alcanzar la semana, a veces el mes. Algunos, incluso, se convertían en inquilinos permanentes. El número de habitaciones hacía que nunca faltara lugar para un nuevo invitado, y en caso de que lo hubiera, se habilitaban o se construían más si acaso fuera necesario.
Pero el problema de todo aquello era que el cuerpo se acostumbraba a la mullidez ideal de aquellos colchones. Ya se habían sucedido varios casos de visitas que, tras haberse ido a sus respectivas casas, habían vuelto, incapaces de conciliar el sueño en sus antiguos lechos. Sin ningún impedimento, se les permitía proseguir sus vidas en el palacio donde, a diferencia de solucionarse el problema, se agravaba. Las sillas les empezaban a resultar incómodas, y estar de pie suponía un esfuerzo insoportable. Incluso los mejores sofás acababan convirtiéndose en muebles sólo aptos para faquires.
Evidentemente, aunque pasaran tanto tiempo entre las sábanas, no pasaban todo el tiempo durmiendo, pues el cuerpo no aceptaba más que las horas de sueño que exigía. Para evitar el tedio de los “tumbados”, se colocaban televisores en cada uno de los dormitorios, libros, revistas, radio y juegos de mesa. A los casos más graves, se les llevaba el desayuno, la comida y la cena a la habitación, incluido cualquier refrigerio que se le pudiera antojar. Como en un hospital, los familiares venían a verlos, yendo con cuidado de no acomodarse demasiado. Había habido casos de visitas de las convalecientes antiguas visitas que habían acabado durmiendo en la sala contigua.
Paulatinamente, la circunferencia de sus cinturas iba aumentando, y la blandura de sus carnes, que cada vez se volvían más fofas, se asemejaba más a los pliegues de las sábanas de seda y no a su tacto. Como bebés zangolotinos gigantescos, las moles dejaban de respirar al cabo de los años. Entonces, como ballenas varadas, eran transportados entre varias personas con ayuda de palancas, poleas y carros especiales, al “cementerio” de palacio. Eran enterrados en los todavía más extensos jardines, donde nunca podría faltar espacio y donde se descomponían y se fundían con el suelo negro y fértil, nutriendo la tierra y haciendo florecer los rosales.
Un aroma embriagador invadía el aire en las noches de verano cuando las visitas, después de cenar, salían afuera a sentarse y a charlar relajadamente, en mitad de aquel paraíso en la tierra, sin preocuparse de beber demasiado ni de alargar en exceso su estancia, confiados y sabedores de que allí, en aquel palacio espectacular y como fuera del tiempo, nunca les iba a faltar una cama donde descansar.
Los colchones eran comodísimos. Uno podía caer rendido sin miedo a no encontrar la postura adecuada: cualquier posición en la que uno se tumbara, aseguraba un sueño instantáneo. Incluso gente que no podía dormir boca arriba, se había despertado con la nariz apuntando a los altos techos de palacio. Tanto era así, que algunos huéspedes, frente a una amabilidad que nunca les negaba nada, se quedaban más de una noche, enlazando cenas hasta alcanzar la semana, a veces el mes. Algunos, incluso, se convertían en inquilinos permanentes. El número de habitaciones hacía que nunca faltara lugar para un nuevo invitado, y en caso de que lo hubiera, se habilitaban o se construían más si acaso fuera necesario.
Pero el problema de todo aquello era que el cuerpo se acostumbraba a la mullidez ideal de aquellos colchones. Ya se habían sucedido varios casos de visitas que, tras haberse ido a sus respectivas casas, habían vuelto, incapaces de conciliar el sueño en sus antiguos lechos. Sin ningún impedimento, se les permitía proseguir sus vidas en el palacio donde, a diferencia de solucionarse el problema, se agravaba. Las sillas les empezaban a resultar incómodas, y estar de pie suponía un esfuerzo insoportable. Incluso los mejores sofás acababan convirtiéndose en muebles sólo aptos para faquires.
Evidentemente, aunque pasaran tanto tiempo entre las sábanas, no pasaban todo el tiempo durmiendo, pues el cuerpo no aceptaba más que las horas de sueño que exigía. Para evitar el tedio de los “tumbados”, se colocaban televisores en cada uno de los dormitorios, libros, revistas, radio y juegos de mesa. A los casos más graves, se les llevaba el desayuno, la comida y la cena a la habitación, incluido cualquier refrigerio que se le pudiera antojar. Como en un hospital, los familiares venían a verlos, yendo con cuidado de no acomodarse demasiado. Había habido casos de visitas de las convalecientes antiguas visitas que habían acabado durmiendo en la sala contigua.
Paulatinamente, la circunferencia de sus cinturas iba aumentando, y la blandura de sus carnes, que cada vez se volvían más fofas, se asemejaba más a los pliegues de las sábanas de seda y no a su tacto. Como bebés zangolotinos gigantescos, las moles dejaban de respirar al cabo de los años. Entonces, como ballenas varadas, eran transportados entre varias personas con ayuda de palancas, poleas y carros especiales, al “cementerio” de palacio. Eran enterrados en los todavía más extensos jardines, donde nunca podría faltar espacio y donde se descomponían y se fundían con el suelo negro y fértil, nutriendo la tierra y haciendo florecer los rosales.
Un aroma embriagador invadía el aire en las noches de verano cuando las visitas, después de cenar, salían afuera a sentarse y a charlar relajadamente, en mitad de aquel paraíso en la tierra, sin preocuparse de beber demasiado ni de alargar en exceso su estancia, confiados y sabedores de que allí, en aquel palacio espectacular y como fuera del tiempo, nunca les iba a faltar una cama donde descansar.
1 comentario
me ha recordado a ese juego que hay en la web de clos balnearios Caldea, en los que metes y sacas gente de la piscina según estén estresados o recuperados de su estrés. Si no los sacas cuando la barrita verde que sobrevuela sus cabezas está repleta, se quedan ahí anquilosados, fosilizados, ahí, para simiente de rábano. Es muy frustrante porque cada vez hay más, acabas esrresado de meter y sacar muñecos y se caba el juego. Mesnaje final: si estás estresado, ven a Caldea.
Buen perfil del mundo de hoy.
Madame B.
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