Suponiendo que fuera soldado (y soy, por naturaleza, un soldado excelente), un simple soldado de infantería, y sirviese bajo la bandera de Napoleón, un día me pondría en marcha hacia Rusia. Me entendería bien con mis compañeros, pues la miseria, las privaciones y las innumerables fechorías cometidas en común nos unirían como eslabones de hierro. Miraríamos ante nosotros con firmeza y encono. Sí, el encono, la rabia inconsciente y sorda nos uniría. Y marcharíamos con el fusil siempre en bandolera. En las ciudades que atravesaríamos, una multitud ociosa e indolente nos observaría con la boca abierta, desmoralizada por el fervor de nuestra marcha. Pero luego ya no habría más ciudades, o sólo unas cuantas, y ante nuestros ojos y piernas desfilarían enormes extensiones de terreno limitadas por un tenue horizonte. La tierra parecería arrastrarse y deslizarse literalmente. Y entonces caería la nieve y nos cubriría, pero nosotros seguiríamos marchando. Las piernas lo serían todo en ese momento. Durante horas mis ojos permanecerían fijos en la tierra húmeda. Y yo dispondría del tiempo para arrepentirme, para autoacusarme hasta el infinito. Pero siempre mantendría el paso, moviendo acompasadamente las piernas sin dejar de avanzar. Por lo demás, nuestra marcha evocaría más bien un trote. De cuando en cuando aparecería a lo lejos, un trasunto de cordillera, fina como la hoja de un cuchillo, una especie de bosque. Y entonces sabríamos que más allá de aquel bosque, a cuyas lindes llegaríamos después de muchas horas, se extenderían nuevas e infinitas llanuras. De vez en cuando se oirían disparos, y esos ruidos aislados nos recordarían lo que nos aguardaba, la batalla que algún día habríamos de librar. Y nuestra marcha seguiría. Los oficiales cabalgarían con caras tristes, mientras que los ayudantes, fustigando sus caballerías, flanquearían velozmente la columna en movimiento, como impulsados por un terror premonitorio. Pensaríamos en el emperador, en el capitán, de manera difusa, claro está, pero imaginándonos sus rasgos, y eso nos consolaría. Y continuaríamos marchando. Un sinnúmero de interrupciones cortas, pero terribles, detendrían la marcha por breves momentos. Aunque apenas lo notaríamos y seguiríamos avanzando. Luego me asaltarían los recuerdos, no muy claros y, sin embargo, nitidísimos. Me devorarían el corazón como bestias feroces cebándose en una suculenta presa, transportándome al ámbito familiar de la patria, de la redonda y dorada colina de viñedos coronada por dóciles nieblas. Oiría repicar en mi alma los cencerros de las vacas. Un cielo cariñoso se abriría sobre mí como una bóveda ricamente coloreada a la acuarela. El dolor estaría a punto de enloquecerme, pero la marcha proseguiría. Mis compañeros de la izquierda y la derecha, el cabo de fila y el que me siguiera lo significarían todo para mí. Y mis piernas trabajarían como una máquina vieja, aunque dócil todavía. Las aldeas en llamas, a fuerza de repetirse diariamente, ofrecerían un espectáculo desprovisto de todo interés a nuestros ojos, y las atrocidades más inhumanas ya no nos sorprenderían. Y una tarde, en medio de un frío cada vez más crudo, mi compañero, que podría llamarse Tscharner, se desplomaría a tierra. Yo querría ayudarlo a levantarse, pero el oficial me ordenaría: «¡Déjelo ahí!». y seguiríamos marchando. Luego, un mediodía, veríamos a nuestro emperador, su rostro. Pero él sonreiría, dejándonos fascinados. Sí, a este hombre nunca se le ocurriría desalentar ni desmoralizar a sus soldados adoptando una expresión sombría. Seguros de la victoria, vencedores anticipados de futuras batallas, continuaríamos avanzando sobre la nieve. Y al final, después de interminables marchas, se produciría el ataque y es posible que yo quedase vivo y siguiera marchando: «¡Ahora rumbo a Moscú!», diría uno de mis compañeros de fila. Y, sin saber muy bien por qué, yo renunciaría a responderle. Ya no sería un hombre, sino sólo una pieza mínima en la maquinaria de una gran empresa. Nunca más sabría nada de mis padres, ni de mis parientes, ni de mis canciones, tormentos o esperanzas personales, nada sobre el sentido y el encanto de mi patria. La disciplina y la paciencia propias del soldado convertirían mi cuerpo en una masa sólida y compacta, impenetrable, casi vacía de contenido. Y así proseguiría, en dirección a Moscú. No maldeciría la vida, a esas alturas demasiado digna para ser maldecida, ni sentiría dolor alguno, pues habría agotado ya todas las sensaciones de dolor y sus bruscos sobresaltos. Esto, creo yo, significaría más o menos ser soldado bajo Napoleón.
Soldado
Suponiendo que fuera soldado (y soy, por naturaleza, un soldado excelente), un simple soldado de infantería, y sirviese bajo la bandera de Napoleón, un día me pondría en marcha hacia Rusia. Me entendería bien con mis compañeros, pues la miseria, las privaciones y las innumerables fechorías cometidas en común nos unirían como eslabones de hierro. Miraríamos ante nosotros con firmeza y encono. Sí, el encono, la rabia inconsciente y sorda nos uniría. Y marcharíamos con el fusil siempre en bandolera. En las ciudades que atravesaríamos, una multitud ociosa e indolente nos observaría con la boca abierta, desmoralizada por el fervor de nuestra marcha. Pero luego ya no habría más ciudades, o sólo unas cuantas, y ante nuestros ojos y piernas desfilarían enormes extensiones de terreno limitadas por un tenue horizonte. La tierra parecería arrastrarse y deslizarse literalmente. Y entonces caería la nieve y nos cubriría, pero nosotros seguiríamos marchando. Las piernas lo serían todo en ese momento. Durante horas mis ojos permanecerían fijos en la tierra húmeda. Y yo dispondría del tiempo para arrepentirme, para autoacusarme hasta el infinito. Pero siempre mantendría el paso, moviendo acompasadamente las piernas sin dejar de avanzar. Por lo demás, nuestra marcha evocaría más bien un trote. De cuando en cuando aparecería a lo lejos, un trasunto de cordillera, fina como la hoja de un cuchillo, una especie de bosque. Y entonces sabríamos que más allá de aquel bosque, a cuyas lindes llegaríamos después de muchas horas, se extenderían nuevas e infinitas llanuras. De vez en cuando se oirían disparos, y esos ruidos aislados nos recordarían lo que nos aguardaba, la batalla que algún día habríamos de librar. Y nuestra marcha seguiría. Los oficiales cabalgarían con caras tristes, mientras que los ayudantes, fustigando sus caballerías, flanquearían velozmente la columna en movimiento, como impulsados por un terror premonitorio. Pensaríamos en el emperador, en el capitán, de manera difusa, claro está, pero imaginándonos sus rasgos, y eso nos consolaría. Y continuaríamos marchando. Un sinnúmero de interrupciones cortas, pero terribles, detendrían la marcha por breves momentos. Aunque apenas lo notaríamos y seguiríamos avanzando. Luego me asaltarían los recuerdos, no muy claros y, sin embargo, nitidísimos. Me devorarían el corazón como bestias feroces cebándose en una suculenta presa, transportándome al ámbito familiar de la patria, de la redonda y dorada colina de viñedos coronada por dóciles nieblas. Oiría repicar en mi alma los cencerros de las vacas. Un cielo cariñoso se abriría sobre mí como una bóveda ricamente coloreada a la acuarela. El dolor estaría a punto de enloquecerme, pero la marcha proseguiría. Mis compañeros de la izquierda y la derecha, el cabo de fila y el que me siguiera lo significarían todo para mí. Y mis piernas trabajarían como una máquina vieja, aunque dócil todavía. Las aldeas en llamas, a fuerza de repetirse diariamente, ofrecerían un espectáculo desprovisto de todo interés a nuestros ojos, y las atrocidades más inhumanas ya no nos sorprenderían. Y una tarde, en medio de un frío cada vez más crudo, mi compañero, que podría llamarse Tscharner, se desplomaría a tierra. Yo querría ayudarlo a levantarse, pero el oficial me ordenaría: «¡Déjelo ahí!». y seguiríamos marchando. Luego, un mediodía, veríamos a nuestro emperador, su rostro. Pero él sonreiría, dejándonos fascinados. Sí, a este hombre nunca se le ocurriría desalentar ni desmoralizar a sus soldados adoptando una expresión sombría. Seguros de la victoria, vencedores anticipados de futuras batallas, continuaríamos avanzando sobre la nieve. Y al final, después de interminables marchas, se produciría el ataque y es posible que yo quedase vivo y siguiera marchando: «¡Ahora rumbo a Moscú!», diría uno de mis compañeros de fila. Y, sin saber muy bien por qué, yo renunciaría a responderle. Ya no sería un hombre, sino sólo una pieza mínima en la maquinaria de una gran empresa. Nunca más sabría nada de mis padres, ni de mis parientes, ni de mis canciones, tormentos o esperanzas personales, nada sobre el sentido y el encanto de mi patria. La disciplina y la paciencia propias del soldado convertirían mi cuerpo en una masa sólida y compacta, impenetrable, casi vacía de contenido. Y así proseguiría, en dirección a Moscú. No maldeciría la vida, a esas alturas demasiado digna para ser maldecida, ni sentiría dolor alguno, pues habría agotado ya todas las sensaciones de dolor y sus bruscos sobresaltos. Esto, creo yo, significaría más o menos ser soldado bajo Napoleón.
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