Lo encontraron en la calle, abierto en canal como un cerdo. Le habían arrancado los ojos y cortado las manos. No llevaba documentos que lo identificaran ni la policía tenía ficha de él. Lo debieron de matar de madrugada. ¿Qué hacía allí? ¿De dónde venía? Era una zona industrial prácticamente abandonada. Lo encontró el vigilante nocturno mientras hacia su última ronda, casi al amanecer. Cuando atisbó el cuerpo detrás de una montaña de runas, tardó en reconocer lo que era. No reclamaron el cadáver. Lo vieron en las noticias del mediodía y de la noche y del día siguiente y durante toda la semana, sí, pero guardaron silencio. Encerraron la pena, la convirtieron en una piedra y no dejaron escapar nada. Tenían miedo de hablar, de que los acusaran, de que les obligaran a pagar el entierro, de perder sus trabajos, de ser expulsados. Los hijos menores dejaron el suelo y empezaron a dormir con la madre.
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