Los hombres grises


En el espejo había ahora la siguiente suma:
sueño: 441.504.000 segundos
trabajo: 441.504.000 segundos
alimentación: 110.376.000 segundos
madre: 55.188.000 segundos
periquito: 13.797.000 segundos
compra, etc.: 55.188.000 segundos
amigos, orfeón, etc.: 165.564.000 segundos
secreto: 27.594.000 segundos
ventana: 13.797.000 segundos
———————————————————
TOTAL: 1.324.512.000 segundos
—Esta suma —dijo el hombre gris, mientras golpeaba varias veces el espejo con su lápiz, con tal fuerza, que sonaba como tiros de revólver—, esta suma es, pues, el tiempo que ha perdido hasta ahora, señor Fusi. ¿Qué le parece?

Al señor Fusi no le parecía nada. Se sentó en una silla, en un rincón, y se secó la frente con el pañuelo, porque a pesar del frío estaba sudando.

El hombre gris asintió, serio.

—Sí, se está dando exacta cuenta —dijo—. Ya es más de la mitad de su fortuna inicial, los 2.207.520.000 segundos que hemos estimado que durará su vida, señor Fusi. Pero ahora vamos a ver qué le ha quedado de los cuarenta y dos años que ha vivido hasta ahora. Un año son treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos, como sabe. Y eso, multiplicado por cuarenta y dos da mil trescientos veinticuatro millones quinientos doce mil.

Escribió esa cifra debajo del tiempo perdido:
1.324.512.000 segundos
-1.324.512.000 segundos
———————————————————
TOTAL: 0 segundos
Se guardó el lápiz e hizo una larga pausa para que la vista de la larga serie de ceros hiciera su efecto sobre el señor Fusi.

«Éste es, pues», pensaba el señor Fusi, anonadado, «el balance de toda mi vida hasta ahora».

Estaba tan impresionado por la cuenta, que cuadraba con tal precisión, que lo aceptó todo sin contradicción. Y la cuenta en sí era correcta. Éste era uno de los trucos con los que los hombres grises estafaban a los hombres en mil ocasiones.

—¿No cree usted —retomó la palabra, en tono suave, el agente nº XYQ/384/b—, que no puede seguir con este despilfarro? ¿No sería hora, señor Fusi, de empezar a ahorrar?

El señor Fusi asintió, mudo, con los labios morados de frío.

—Si, por ejemplo —proseguía la voz cenicienta del agente junto al oído del señor Fusi—, hubiera empezado a ahorrar una hora diaria hace veinte años, tendría ahora un saldo de veintiséis millones doscientos ochenta mil segundos. De ahorrar diariamente dos horas, el saldo, claro está, sería doble, es decir, cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil. Y, por favor, señor Fusi, ¿qué son dos miserables horitas a la vista de esta suma?

—¡Nada! —exclamó el señor Fusi—. ¡Una pequeñez!

—Me alegra que se dé usted cuenta —prosiguió el agente—. Y si calculamos lo que habría ahorrado, en las mismas condiciones, en veinte años más, nos daría la señorial cifra de ciento cinco millones ciento veinte mil segundos. Todo este capital estaría a su libre disposición al alcanzar los sesenta y dos años.

—¡Magnífico! —farfulló el señor Fusi, poniendo ojos como platos.

—Espere —prosiguió el hombre gris—, que todavía hay más. Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo, no nos limitamos a guardarle el tiempo que usted ha ahorrado, sino que le pagamos intereses. Lo que significa que, en realidad, tendría usted mucho más.

—¿Cuánto más? —preguntó el señor Fusi, sin aliento.

—Eso dependerá de usted —aclaró el agente—, según la cantidad que ahorrara y el plazo en que dejara fijos sus ahorros.

—¿Plazo fijo? —se informó el señor Fusi—. ¿Qué significa eso?

—Es muy sencillo —dijo el hombre gris—. Si usted no nos exige la devolución del tiempo ahorrado antes de cinco años, nosotros se lo doblamos. Su fortuna, pues, se dobla cada cinco años, ¿entiende? A los diez años sería cuatro veces la suma original, a los quince años ocho veces y así sucesivamente. Si hubiera empezado a ahorrar sólo dos horas diarias hace veinte años, a los sesenta y dos años, es decir, después de un total de cuarenta años, dispondría del tiempo ahorrado hasta entonces por usted multiplicado por doscientos cincuenta y seis. Serían veintiséis mil novecientos diez millones setecientos veinte mil.

Tomó una vez más su lápiz gris y escribió también esa cifra en el espejo:
26.910.710.000 segundos
—Como puede ver usted, señor Fusi —dijo entonces, mientras sonreía por primera vez—, sería más del décuplo de todo el tiempo de su vida original. Y eso ahorrando sólo dos horas diarias. Piense si no merece la pena esta oferta.

—¡Y tanto! —dijo el señor Fusi agotado—. Sin duda que sí. Soy un infeliz por no haber empezado a ahorrar hace tiempo. Ahora me doy cuenta, y he de confesar que estoy desesperado.

—Para eso no hay ningún motivo —dijo el hombre gris con suavidad—. Nunca es demasiado tarde. Si usted quiere, puede empezar hoy mismo. Verá usted que merece la pena.

—¡Y tanto que quiero! —gritó el señor Fusi—. ¿Qué he de hacer?

—Querido amigo —contestó el agente, alzando las cejas—, usted sabrá cómo se ahorra tiempo. Se trata, simplemente, de trabajar más deprisa, y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daria más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.

—Está bien —dijo el señor Fusi—, puedo hacer todo eso. Pero ¿qué haré con el tiempo que me sobre? ¿Tengo que depositarlo? ¿Dónde? ¿O tengo que guardarlo? ¿Cómo funciona todo eso?

—No se preocupe —dijo el hombre gris, mientras sonreía por segunda vez—. De eso nos ocupamos nosotros. Puede estar usted seguro de que no se perderá nada del tiempo que usted ahorre. Ya se dará cuenta de que no le sobra nada.

—Está bien —respondió el señor Fusi, anonadado—, me fío de ustedes.

—Hágalo tranquilo, querido amigo —dijo el agente, mientras se levantaba—. Puedo darle, pues, la bienvenida a la gran comunidad de los ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor Fusi, es un hombre realmente moderno y progresista. ¡Le felicito!

Con estas palabras tomó el sombrero y la cartera.

—¡Un momento, por favor! —le llamó el señor Fusi—. ¿No tenemos que firmar algún contrato? ¿No me da algún papel?

El agente nº XYQ/384/b se volvió, en la puerta, y miró al señor Fusi con cierta desgana.

—¿Para qué? —preguntó—. El ahorro de tiempo no se puede comparar con ningún otro tipo de ahorro. Es una cuestión de confianza absoluta por ambas partes. A nosotros nos basta su asentimiento. Es irrevocable. Nosotros nos ocupamos de sus ahorros. Cuánto va a ahorrar es cosa suya. No le obligamos a nada. Usted lo pase bien, señor Fusi.

Con estas palabras, el agente se montó en su elegante coche y salió disparado.

El señor Fusi le siguió con la mirada y se frotó la frente. Poco a poco volvía a entrar en calor, pero se sentía enfermo. El humo azul del pequeño cigarro del agente siguió flotando durante mucho tiempo por la barbería, sin querer disolverse.

Momo (1973), de Michael Ende

No hay comentarios