Ayer por la noche me acordé cuatro horas más tarde, justo antes de acostarme, de la pastilla que tenía programada para después de la cena. Ante la duda, leí el prospecto. Aconsejaban que, en caso de tener el estómago vacío, se debía tomar con leche para evitar irritaciones. Aunque en casa cada vez bebemos menos lácteos, me acerqué a la nevera a ver si sonaba la flauta.
Quedaba un tetrabrik en una de las bandeja de la puerta. Lo agité y sólo quedaba un culo. Como no me apetecía ensuciar una taza para tan poco, ahí que se fue, a morro, como un gañán. Todo abajo. Al instante, un sabor intenso a petróleo me golpeó en la boca con el efecto del wasabi, un hormigueo de mal agüero que recorrió mi lengua, el interior de mis mejillas y labios, mi garganta.
Mientras el líquido bajaba por el esófago, quedaba claro que algo no iba bien... ni pensaba ir a mejor. Caducada. Caducadísima. Y no había sido un traguito, había sido un tragazo, dos degluciones potentes empujando el veneno tubo a través. No había nada que hacer más que esperar las aciagas consecuencias.
Al día siguiente, y bien temprano, como reza el eslógan del paquete de leche: "Mañanas ligeras". Me desinflaba y soltaba lastre como un globo aerostático pinchado que sube hacia la estratosfera. ¿"Fácil de digerir"? Sin duda. Tal como entró, salió, en apenas unas horas. Mi cuerpo se caía a pedazos. No era bonito de ver.
Las piernas me flaqueban cuando los borborigmos reiniciaban el argoritmo de la catábasis, un descenso escatológico en toda su polisemia. Una, dos, tres. Cada vez más ligero, como una bailarina que es aconsejable que no baile: ni cabriole, ni fouetté, ni mucho menos grand jetté. Conténtese con un demi-plié, y mantenga la postura.
Lívido pero renovado como un actor en un anuncio de yogur con bífidus, me atreví a comenzar el día a las once y media de la mañana. Famélico y tembloroso me llevé una manzanilla templada a los labios junto a una galleta maría que ni mordía, sólo chupaba, reblandeciéndola para evitar que algo duro cayera en el estómago y provocara el más ligero terremoto. Con tanta ternura como miedo.
Moraleja: Más vale ensuciar una taza pequeña, que no terminar ensuciando una grande.
No hay comentarios
Publicar un comentario