Lo primero que quiero apuntar es un recuerdo. Una vez me propusieron escribir una reseña para una revista literaria en papel. Más allá del desastroso texto que escribí, y que sirvió para que no me llamaran nunca más, se me quedó grabado en la memoria lo duro que me resultó acabarme el libro. Y es que se necesitaban varias bombonas de oxígeno para sumergirse en aquellas páginas inundadas de parajes desoladores y vidas estoicas.
Aquel libro fue Escapada de Alice Munro, y las sensación de asfixia que me provocó no se aleja mucho del ejercicio de apnea que ha supuesto cada cuento de Natàlia Cerezo. Quince relatos con una carga emocional tan intensa que uno espera que en cualquier momento estallen y nos catapulten hacia arriba, hacia la superficie donde poder tomar aire, pero que, sin embargo, siguen hundiéndonos como un ancla en la oscura y silenciosa profundidad del alma humana.
Mis lecturas de adolescencia son lo segundo que me viene a la cabeza. No sé si llegaré nunca a disfrutar tanto como entonces. Reseguía con fervor cada palabra de García Márquez, de Cortázar, Rulfo, Carpentier, Sábato, Vargas Llosa,... La fascinación que me producían los escritores del llamado boom latinoamericano no la encontraba en las letras patrias. Y era justo eso, la distinta tierra que pisábamos, lo que creía que hacía imposible aquellas imágenes aquí.
Luego leí a Bolaño hablando de Tossa de Mar, donde tanto había veraneado de pequeño, y me tuve que callar. Y leí Més o menys jo de Miquel Duran, y seguí sin abrir la boca. Y llegó Natàlia Cerezo y empezó hablarme de piscinas de camping, de los días de playa con neverita y bocadillos en papel de plata, de los inacabables convites de boda con cócteles de cocacola, fanta y colillas, de los botellones nocturnos en San Juan, de las sábanas floreadas de la abuela, y me dije, ¿qué coño...?
¿Cómo lo más cutre de mi imaginario adquiere este halo de dignidad, cómo deja de dar vergüenza para ganarse mi admiración? Perfumes con nombre francés, deportivas con eslógan anglosajón. Natàlia se salta las convenciones del marketing para volver a vendernos nuestra inocencia, una etapa que va más allá de la infancia y cuya pérdida nos atraviesa desde la traición de las primeras mentiras piadosas hasta la deslealtad del tiempo en forma de punto final.
El tema es abordado desde diferentes puntos de vista. Los hay universales, como el inasible paso de la niñez a la adolescencia, la actividad sísmica de la tierra adulta prometida, el irremediable paso de testigo en la senectud o la omnipresente sombra de la parca. Y los hay otros cuyas protagonistas son las mujeres, enfrentadas a una sociedad androcéntrica que las juzga, que intenta aprovecharse de las debilidades que les ha inculcado, y que las aborda sin consentimiento previo.
Al igual que Munro, Cerezo presenta un eleneco de mujeres fuertes, jóvenes, adultas y ancianas que plantan cara sin tener una victoria asegurada. Porque esto sigue siendo así. Y toda persona tiene un límite, y el mundo es una corriente continua enorme que se lleva todo lo que encuentra a su paso. Aunque sus personajes buscan comprender dónde están y cuál es su sitio, no descubren más que moldes en los que les resulta imposible encajar.
Los cuentos de A les ciutats amagades precisan de una lectura pausada. El tiempo es necesario para digerir cada historia. Lo más parecido a la calma dentro de cada relato son los momentos de candorosa nostalgia. El pasado es la roca en mitad de la tormenta de incertidumbre hostil del presente. Y pese a todo, la intención sigue siendo clara: avanzar hacia lo desconocido, sea con paso firme o temblando. Armarse de valor, soltar la roca y zambullirse en el mar embravecido.
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Actualización (13/08/2018): Cerezo ha ganado el Premio 'El Ojo Crítico' de RNE de Narrativa 2018
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