A resultas del confinamiento, las actividades de interior se han convertido en esenciales. Entre ellas, los videojuegos han tenido un empuje brutal. Uno de los más beneficiados ha sido Animal Crossing: New Horizons con más de veinticinco millones de copias vendidas, superando al mismísimo Smash Bros Ultimate en apenas siete meses y convirtiéndose en el segundo juego más vendido de Nintendo.
Mientras el mundo a nuestro alrededor sigue derrumbándose y las cuatro paredes del piso amenazan con echarse encima, la pantalla de la Switch nos transporta a una isla paradisíaca llena de animales monísimos, donde todo el mundo es amable, la naturaleza irradia vida y tienes un completo abanico de actividades para disfrutar al aire libre.
A diferencia de Los Sims, donde tu avatar puede morir si no lo cuidas, tal como sucedería con un Tamagochi, en Animal Crossing la mortalidad no existe. Los pobladores pueden irse de la isla, pero sólo si prefieres cambiar el personaje por otro que te guste más. Incluso puedes pedir préstamos y no devolverlos nunca. Tom Nook, el gestor de tu nación insular, no va a desahuciarte por ello.
Es un juego que se basa en generar rutinas, de ahí que sea tan adictivo. Cada día obtienes recompensas a modo de puntos por desenterrar fósiles, hablar con aldeanos, conseguir peces, cazar bichos, recolectar minerales, construir herramientas y objetos,... Sin atosigarte ni obligarte, pero felicitándote cuando lo haces, te va empujando a no dejar de hacer cosas hasta sumar fácilmente las trescientas horas.
Lo he jugado muchísimo, pero la satisfacción final es relativa. Ha sido un trayecto demasiado repetitivo. Cada vez que vas al museo o al bazar, hay que repasar todos los diálogos. Cuando pescas una lubina o capturas una langosta, hay que leer la misma gracieta rimada. Quisieras poder tener un botón para saltarte esa cháchara innecesaria, pero no puedes.
La consecuencia es que uno acaba aburrido y deja de desenterrar las almejas para preparar cebo, deja de recoger el hierro y las piedras, pasa de las caracolas, esquiva la chapa del búho no llevándole los fósiles, evitas las islas por no acabar en la misma de siempre,... No es un juego procedural. Todo tiene cabida dentro de un número limitado de posibilidades.
La decoración de la casa y todo lo que puedes crear con el banco de bricolaje no son más que coleccionables. Realmente, no interactúas con lo que creas como en Los Sims. No ves la tele, no te metes en la ducha para lavarte, no cocinas en tus fogones. Y todo está circunscrito a una casa que acaba haciéndose demasiado pequeña y con pocas opciones para colocar los muebles.
Pese a que la lista de cosas negativas se podría alargar fácilmente, es imposible negar lo mucho que psicológicamente me ha ayudado a despejarme de la situación actual. Por supuesto, antes de saturarme, me ha divertido con ganas y me he reído con los ripios de cada animalejo. Es imposible no enamorarse de su entrañable diseño. Al final, más que un juego, ha sido una gran medicina.
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