Tiempo (Old, 2021) es una mala adaptación de un cómic que deja mucho que desear. El punto de partida es el mismo: una playa donde la gente envejece más rápido de lo normal. Pero mientras que las páginas de la novela gráfica contienen una suerte de metáfora acerca de la vida y el paso del tiempo, la película de Shyamalan se desarrolla como un thriller de terror en el que prima encontrar una vía de escape.
Castillo de arena fue publicado en 2010, fruto de la colaboración entre el director francés Pierre Oscar Lévy y el dibujante suizo Frederik Peeters. A pesar de ser conocido mundialmente por Píldoras azules, un obra autobiográfica sobre el SIDA, el historietista ginebrino posee sobrada experiencia dentro del terreno de la ciencia ficción y lo fantástico gracias a tebeos como Lupus, Koma o Dándole vueltas.
Uno de los principales problemas del cómic original es su incapacidad de manejar todos los personajes que presenta. Salta de uno a otro erráticamente sin que el lector alcance a empatizar con ellos o con su angustia. El filme tropieza con la misma piedra, y el objetivo de la cámara rebota de rostro en rostro, de escena en escena, sin que haya oportunidad de asimilar nada.
A medida que se avanza en la lectura, la sensación de estar ante un pastiche mal planeado se agrava. Se abren subtramas para dejarlas abiertas u olvidadas. Hasta los pinceles de Peeters carecen de su habitual carga emocional. El resultado es una historia extraña, desnortada, que pretende ser poética y relevante pero termina siendo una alegoría hueca del tempus fugit.
La adaptación cinematográfica abandona toda disquisición filosófica, y se centra en el misterio y el miedo. Pero ni por esas atina. Como he dicho, no da oportunidad a procesar nada. Sin prisa pero sin pausa, los acontecimientos se suceden. Lo peor es que a ojos del espectador parece que no pase nada. Los protagonistas están como aletargados, pasivos ante la pesadilla que los está aniquilando.
Sus personalidades son clichés apenas perfilados. Caen como piezas de dominó ante la indiferencia del público. Uno de los puntos fuertes hubiera sido ver los cambios físicos que sufren a medida que pasan las horas: el crecimiento de los más pequeños y la degradación de los adultos. Sin embargo, hay una dejadez total en este aspecto. Pasan de niños a adultos, y de cuarentones a yayos en un pestañeo.
En Castillo de arena está un poco mejor, pero tampoco Peeters retrata la evolución física de los personajes al detalle. Shyamalan desaprovechó las posibilidades del equipo de maquillaje. Tampoco se exprimió mucho el cerebro con el guion, lleno de diálogos pobres e ideas poco sorprendentes. La inspiración estuvo ausente durante el rodaje, que repite recursos hasta el aburrimiento.
En ambos medios se da una situación un tanto incómoda y perturbadora que tiene que ver con el crecimiento de los niños. Esto tiene su razón de ser en el cómic, cobrando sentido al final, pero en la película es innecesario. Es más, una vez ha ocurrido, el resto de protagonistas parecen narcotizados. Nadie ofrece consuelo ante un desenlace tan cruel.
Ahondando en esta aberrante indiferencia ante el mal ajeno, el director retrata los trastornos psicológicos de manera insultante. Le da la espalda al humano que padece para darle la mano al estigma, al loco, al asesino. Si bien el cómic trata el mismo tema desde otra perspectiva menos fiscalizadora, no logra poner sobre la mesa ninguna reflexión interesante.
Tiempo debería haber recogido el testigo del cómic y salir del estadio en busca de otra pista más lejana. Porque los 108 minutos de metraje se limitan a ver correr al elenco actoral de una punta a otra de la playa como pollos sin cabeza. No hay unidad ni colaboración para resolver el enigma, sólo deus ex machina. La buena idea que Lévy y Peeters desperdiciaron, Shyamalan la remata sin que deje de sufrir.
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