Por un lado está Memet de Noémi Marsily e Isabelle Cieli, y por el otro está Dulce de leche de Miguel Vila. El primero me ha enternecido, el segundo me ha revuelto el estómago.
Mi opinión no tiene que ver con el estilo feísta de Miguel Vila. Al contrario, su dibujo me parece fantástico, desde las expresiones convincentes de los personajes al naturalismo de su anatomía sin filtros. Vila maneja a su antojo la página: la secuenciación de las escenas, los planos, los encuadres, el uso del color, los silencios y los diálogos. Tiene calidad de sobra para enamorar a cualquiera.
Pero, en su lugar, decide hacerte sentir incómodo, enfermo, horrorizado. Me cuesta recordar cuándo una lectura me generó una náusea similar.
Vila compone y descompone la página como Chris Ware; y, como él, ahonda en el desamparo de los personajes. La gran diferencia es que, en la última tesela del mosaico de viñetas, al final de un zoom directo al alma de sus títeres, no hay un retrato robot. En su lugar, el chef sirve al lector un aberrante tajo de carne roja que aún palpita, una temblorosa pata de pollo en un plato de salsa grumosa y fría.
Dolor y parafilias se mezclan en un triángulo de infidelidad tan turbio como la conciencia de un veterano de guerra. Tal vez, si el tratamiento del tema hubiera sido otro y no se hubiera regodeado tanto en ciertos tramos de digestión difícil, o si acaso su estilo no fuera tan minucioso, plasmando hasta el último poro de la piel, mis sensaciones serían más fáciles de describir.
En la orilla opuesta está Memet. Lejos del asco, lejos de la crudeza de una realidad implacable, inmisericorde y suburbial, dos niños de diferentes puntos de Europa se encuentran en un cámping y se conocen saltando la valla del idioma que tan insalvable resulta para los adultos. Es un cuento cálido, agridulce pero amable, reconciliador, candoroso.
Frente a la soledad y la incomunicación, Isabelle Cieli tiende puentes con más gestos que palabras. Frente a un problema complejo, Noémi Marsily opta por un dibujo naíf, inocente. Su lápiz traza líneas sin reglas y sus colores pintan saliéndose de la raya, con ímpetu, con satisfacción. Todo encaja a la perfección en este apacible remanso en mitad del actual caos de la hiperconectividad.
Sus cien páginas se podrían leer en un suspiro si narradora e ilustradora no consiguieran hipnotizar al lector. Desde su comienzo en mitad de la noche, a su continuación en una mañana áfona con apenas monosílabos. Aquí los silencios están libres de culpa. Son ausencias de ruido, intentos de comprender y aceptar más que un fracaso de la comunicación.
Memet es una lectura agradable y conmovedora. Su estilo acaba resultando cautivador. La obra contrasta de manera radical con el amargo Dulce de leche. Es la esperanza contra la desesperanza. Y, sin embargo, ambos son de manera innegable dos grandes cómics.
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