H&M, sección de calzado

Helmutt no quería, pero Marcia se ofrecía sin miedo, siniestramente tentadora. Marcia mostraba su pecho, se lo pedía. Día tras días, semana tras semana, los nombres de todos los meses que pasaron después de la boda fueron una petición sin tregua, durante los cuales Marcia otorgaba su pecho al sacrificio, el dorso de sus manos, sus mejillas, sus muñecas. Helmutt pedía por favor que abandonara aquella actitud, que se pusiera en pie y que paseara por los densos bosques de Alemania. Pero Marcia sólo anhelaba que la pisaran, que Helmutt pusiera sus botas militares entre sus senos y hundiera la suela en su carne, sentir la presión y la opresión de aquellas botas que se habían adentrado en tantos campos de batalla, que habían caminado, recorrido, cada palmo de tierra calcinada por los misiles. Y Helmutt se negaba, lloraba por las noches acurrucado contra el radiador, sintiendo cómo los ojos se le derretían en las cuencas, despertándose por las mañanas con los párpados y las retinas irritadas. Así durante un año... y seis meses... y dos días, hasta que finalmente Helmutt, harto, ahogado de cerveza e impotencia ante el nuevo ofrecimiento inmoral de Marcia, levantó su bota de militar, bajo cuya suela se habían quebrado tantos huesos, bajo cuya suela habían saltado tantos lamentos de moribundos ocultos entre los cadáveres, sobrevivientes de las desesperanzadoras guerras, y la bajó sin contemplación, sin pensárselo siquiera una vez, y golpeó el pecho de Marcia, que pareció quebrarse como una lámina de cristal de azúcar. Entre suelo y suela, Marcia, feliz, incapaz de creerse feliz de otra manera... Y bajo el cielo, Helmutt sintiendo, percibiendo como un escalofrío horrible, como un relámpago azul de miseria, que aquello lo relajaba, lo tranquilizaba, lo liberaba mientras oía cómo se resquebrajaba la idea del mundo que hasta hacía apenas unos segundos había sostenido; todo aquello conocido derrumbándose como dos torres bajo su zapato, toda aquella pureza consumida por aquel verdín enfermizo que lo invadía y le proporcionaba un odioso sentimiento de enardecedora justicia.

1 comentario

Anónimo dijo...

¿Es ésta una versión pseudoromántica de aquella historia escalofriante del caníbal y el devorado?

Madame