La gran belleza es otra película acerca del sentimiento de incompleción vital. Dicho así suena despectvo, como si no me hubiera gustado la película. Pero lo cierto es que es un tema recurrente y que acostumbra a abordarse desde puntos de vista tan poéticos como vacíos.
Paolo Sorrentino no evita abordar el tema inundándose de un lirismo tan visual como literario. Pero lo que uno ve y lo que uno escucha no son las palabras tópicas de las metáforas embalsamadas. No es un derroche de originalidad pero sí que es un dechado de belleza y buen hacer.
Las palabras pronunciadas con lenta gravedad, los planos desarmantes de Roma, podrían caer en saco roto de tomarse demasiado en serio. Gracias a Dios, ahí está la ironía, ahí está el fino humor invadiendo la multitud de pedantes conversaciones del largometraje.
Son charlas en las que aparece Proust intentando frustradamente ocultar la decadencia de unos personajes estéticamente superficiales en sus formas pero profundamente hundidos en sus vidas. Ahí están, aparentando grandeza en el entorno de una ciudad colosal, derrotados.
La gran belleza, desde mi punto de vista, no es una película hueca. Es un filme con una fotografía y unos diálogos tan hermosos como barrocos. Predominan los silencios y la contemplación pero ni es un ejercicio de pura estética ni es un videoclip a cámara lenta.
Me ha encandilado. Ha llegado a cortarme la respiración. No hay acción y, visto la sucesión de planos del comienzo, uno puede temer que sea toda igual y termine por saturar. Es toda igual. Pero no agota. Sutiles variaciones no permiten que te liberes, que pulses el stop. Te enamora y te entristece.
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