White God empieza muy bien y acaba muy, muy mal [SPOILER]


Leo en el cartel francés de la película: "En la línea de los Los pájaros de Hitchcock". ¡En absoluto!

White God (Féher Isten en el original húngaro) es un relato acerca de la intolerancia y de la xenofobia narrado desde la piel de un perro. La madre de Lili se marcha fuera del país por tres meses y ella deberá quedarse con el amargado de su padre. Éste, cuando ve que le endosan también al  perro, Hagen, se cabrea como un mono. Poco más le hace falta cuando un inspector aparece en su casa para cobrar el nuevo impuesto para razas cruzadas. Hagen, por supuesto, no tiene pedigrí.

El miserable abandonará al animal en contra de la voluntad de la niña quien, pese a sus esfuerzos por encontrarlo después, acabará resignándose. Mientras tanto, Hagen vagará por las calles de la ciudad, huirá sin descanso de los empleados de la perrera y acabará vendido a un organizador de peleas de perros que lo drogará y entrenará en el odio de matar a sus semejantes. Ver las atrocidades que sufre es desagradable e incómodo. Uno no puede evitar ver en su padecimiento a un igual.

Conseguida la empatía, llega el shock, y con él, la caída en picado. No es sólo una referencia luciferina, es que la película se derrumba. Los cánidos han tenido más que suficiente, no van a soportar más vejaciones. Se rebelan, se alzan de manera violenta contra sus antiguos amos. Una jauría encabezada por Hagen empieza a recorrer las calles matando a los ciudadanos que corren despavoridos en una orgía de sangre y miedo que... bueno, eso intentaron pero el resultado es bien distinto.

Lo más importante de esta película es la música, la espectacular banda sonora compuesta por Asher Goldschmidt reafirma la violencia que los ojos contemplan. A lo largo del filme, se repite la Rapsodia Húngara de Liszt que, según su director Kornél Mundruczó, tiene el doble juego de ser la pieza que tocan sin ningún espíritu los jóvenes en el conservatorio, pues no la comprenden, y ser el himno del levantamiento canino que motiva a las fieras a pagarle a los humanos con su misma moneda.

Pero ni la música amansa el despropósito que es el contraataque final de los chuchos. Es una escena carente de fuerza. Ves a los perretes correteando mansamente por las calles, con sus sonrisas bobaliconas y sus kilométricas lenguas ondeando, mientras los actores sobreactúan aterrorizados como si estuvieran en una nueva entrega de Los tomates asesinos. Quisimos mantenernos en el espíritu del filme pero nos entró la risa y no pudimos parar.

Lo que se suponía que iba a ser la explosión del sufrimiento y rabia acumulados es un globo que se desinfla hacia el precipicio de la serie B. Esta película podría haber estado genial. Tiene ese comienzo que, de ser una producción de Disney, nos hubiera traído una nueva comedia familiar como Beethoven, pero nos golpea con una realidad cruel. Desgraciadamente, contra lo que reza el cartel galo, no nos encontramos ante Los pájaros de Hitchcock sino, en todo caso, frente a su infame secuela.

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