Fotomontaje de Berta Blasi |
Me he equivocado de tren. Hacía tiempo que no me sucedía. Por suerte, no fui a parar demasiado lejos. El andén de Santa Perpètua de la Mogoda es diminuto. Sólo tiene una vía para ambos sentidos. La estación es pequeña, con un par de bancos, una oficina y dos puertas cerradas.
El tren de regreso debía llegar a las 16:52. Evidentemente, se retrasó más de un cuarto de hora. Lo que no era tan pronosticable es que hubiera un empleado de Renfe allí, pues acostumbran a brillar por su ausencia. Recortes, entendemos.
Tengo problemas de riñón, y entre el desvío por subir a la línea equivocada (la infame R3) y la demora, mi necesidad se convirtió en urgencia. Intenté esperar por miedo a perder el tren, pero no pude más. Los riñones empezaban a apuñalarme las lumbares cuando entré en la estación.
A la derecha, vi dos puertas blancas. Intenté abrirlas pero estaban cerradas. Me giré y vi a la empleada de Renfe con su chaleco naranja. Le pregunté por los lavabos. No recuerdo si me contestó que no había, o hizo algún gesto negando con la cabeza. Estaba algo aturdido.
lancé la mirada hacia la puerta abierta del despacho detrás de ella. Debió de leer mi rostro. Me dijo que aquello era un despacho. Me agaché para sentarme, resignado, pero volví a sufrir una punzada en los riñones, aún más fuerte. Decidí perder el tren. Iría al baño de algún bar cercano.
Solté una súplica lastimera: "Es que tengo problemas de riñón...". Estaba a punto de continuar con un "¿No sabrían de algún bar que...?" cuando uno de los pasajeros sentados en el banco me interrumpió: "Mira, sí que hay servicios, pero no te los quieres ofrecer". Seco, tajante, sincero.
Empezó, entonces, a criticar las instalaciones de la Renfe con una voz grave y airada. La empleada salió del despacho con unas llaves y quiso callarlo bruscamente: "No hable tanto que ya iba a abrirle la puerta". Se pusieron a gritar. Yo tenía la cabeza embotada. Sólo quería ir al baño.
Me abrió la puerta mientras seguía discutiendo con el hombre. Entré y me puse a mear. A medida que la congestión de mis riñones disminuía cañería abajo, las voces subían de volumen, y se agriaba todavía más el tono.
Su sumó otra voz, más mayor, para acusar al otro pasajero de ser un pesado. Lo hizo con una vehemencia exagerada. El otro, sin despeinarse, lo llamó maleducado. El viejo se encabrito y cayó en un bucle de telenovela desbordado de drama: "¡Es usted un pesado, pesado, PESADO!".
Cuando acabé de lavarme las manos, salí. La bronca había finalizado pero la sala de espera estaba inundada por una calma tensa e incómoda. Hubiera querido romper una lanza a favor del pasajero que me defendió, pero me encontraba mal, terriblemente cansado. Me puse el ignominioso disfraz de padefo y salí de la diminuta estación.
De vuelta en casa, ya mejor, he escrito una queja en la web de Gencat para que, como dice mi pareja, se limpien el culo con ella. Es lo que suelen hacer con todas las reclamaciones que ella les manda por culpa de los infinitos retrasos.
Me sabe fatal no haberle dado las gracias al hombre que ha recriminado a la empleada que no me dejaran utilizar el servicio. Tampoco voy a pensar mal de ella. Que me haya dejado entrar por las palabras de ese hombre o por que lo creyera conveniente me resulta irrelevante.
Los auténticos culpables son Renfe-Adif, la Generalitat y el Gobierno. Ni antes se preocuparon por las instalaciones de las estaciones, ni ahora que traspasaron las competencias están los nuevos mejorando aquello que tanto criticaban.
En Santa Perpètua no hay aseos públicos, como tampoco los hay en Plaça de Catalunya, centro neurálgico de la red de Rodalies de Barcelona. Descaradamente, Renfe nos está diciendo a todos que nos vayamos a cagar a la vía. Y, a lo mejor, es lo que tendríamos que empezar a hacer.
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