Studio Ghibli 1988: Mi vecino Totoro y La tumba de las luciérnagas

Después de su primera creación, Studio Ghibli quiso dejar claro la diversidad de temas que estaban dispuestos a tratar y, en 1988, sacó dos películas diametralmente opuestas la una de la otra. Consiguió que ambas quedaran grabadas en la memoria de los espectadores, pero también por razones muy distintas. A día de hoy, una es fuente de felicidad, mientras que la otra causa una pena inconsolable.

Su estreno fue conjunto, llegando incluso a haber sesiones dobles enfocadas al público infantil. La combinación no funcionó, y generó rechazo. Si bien Mi vecino Totoro vendió y sigue vendiendo ingentes cantidades de merchandising, mencionar La tumba de las luciérnagas es casi un tabú: provoca tal impacto emocional, que la gente prefiere no hablar de ella.


Mi vecino Totoro
(Tonari no Totoro, 1988)

Hayao Miyazaki trajo a la vida esta maravilla que tantas sonrisas ha regalado. Puede que yo la viera de pequeño, o puede que la tenga grabada por la infinidad de referencias y muñecos que hay en cualquier charla o texto sobre anime. Fue tal el éxito que Totoro se convirtió en el logo oficial de Studio Ghibli. Su nombre es fruto de una pronunciación errónea de Tororu (trol en japonés).

Es una obra preciosa y tierna, pero confieso que me dormí. Se me hizo lenta, y no me pareció tan divertida como esperaba. En el fondo, es una historia llena de melancolía sobre dos hermanas que se mudan al campo con su padre mientras esperan que su madre vuelva del hospital. Es ahí, rodeadas de la Naturaleza que tanto venera Miyazaki, donde se hacen amigas del feliciano espíritu del bosque.

Lo gracioso es que Totoro no aparece demasiado a lo largo del metraje. Uno esperaría verlo en casi todo momento, siendo una pieza clave y activa en la trama. Pero, en el fondo, lo más que hace es levantar el brazo para pedir el autobús (aunque menudo autobús). El resultado es un bonito relato con unos diseños llenos de mimo e imaginación que, sin duda, supieron y saben cautivar al público.


La tumba de las luciérnagas
(Hotaru no Haka, 1988)

En el otro lado de la balanza está La tumba de las luciérnagas. Pese a que les gustó, ni mi suegra ni mi pareja piensan volver a verla. Las opiniones considerándola "una de las películas más tristes de la historia del cine" son legión. Ante tales comentarios, uno se prepara lo mejor puede. Pero aunque le di al play con la guardia en alto y el corazón lleno de cemento, nada más empezar besé la lona.

La primera escena es un puñetazo cruel de realidad. Sin sangre, con una espeluznante normalidad y calma, conocemos, primero, a Seita y, luego, a Setsuko, su hermana menor. Ambos tendrán que apoyarse el uno en el otro para encarar las adversidades que les esperan durante la Segunda Gran Guerra. Es una bella historia de amor fraternal, y una sentida carta de desprecio hacia el conflicto.

Isao Takahata, el otro genio junto a Miyazaki, escribió y dirigió este duro guion basándose en la novela homónima y semiautobiográfica de Akiyuki Nosaka sobre los bombardeos de Kobe. No era complicado que nos hiciera llorar contando que sobre sus espaldas descansan series tan míticas como Heidi o Marco. Sinceramente, dudo que pueda borrar muchas de sus escenas de mi cabeza.

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