Un piso en el centro; en realidad, un antigua casa de dos plantas dividida como África en ángulos rectos. Fachada bonita, clásica, pero con un interior que muestra el estropicio perpetrado sin pudor: sus feos cortes, sus engranajes al descubierto: en mitad del abigarrado espacio de molduras, un ascensor para alguien al que le sobran los años y el dinero.
En la planta superior, el apartamento de setecientos cincuenta euros, con una habitación diminuta cuya ventana da al hueco por el que sube el montacargas de la tercera edad.
–No hace ruido –apunta el agente inmobiliario mientras abre la ventana que apenas recorre un palmo–. No se abre del todo por seguridad –añade–, por los niños.
¿Los niños? ¿Qué matrimonio va a vivir aquí con sus hijos si apenas cabe una pesona? Hay espacio para el zulo con vistas a hierros y poleas, un dormitorio sin vía de escape, un baño equipado como un Tetris y un salón-comedor con cocina office. El resto es pasillo, todo cubierto con parquet, un maderamen de papel que se ondula como una patata Ruffles y en el que se te hunden los pies como si fueras Fraga paseando por la playa de Palomares.
La visita termina en el salón trino, amalgama moderadamente espaciosa con un enorme ventanal que sirve de marco para la terraza de ensueño de las fotografías del anuncio. Hermosa, sin paragón. ¡Y un sol! Uno podria darlo todo, la dignidad principalmente, para poder disfrutar de este enorme y agradable retazo de paraíso en mitad de una ciudad con alarmantes niveles de polución: el mundo se cae, pero yo con una sonrisa y un daikiri en el solecito.
–Y aquí la terraza –dice el comercial.
–Oh... –momento de éxtasis, fugaz y caduco–. ¿La puerta?
–No hay puerta.
Confusión.
–¿Y cómo se accede a la terraza?
–La terraza es del dueño. Pero él casi nunca está.
–Pero, pero... ¿no forma parte del apartamento?
–No, el dueño vive al lado, y se accede desde su lado. Pero él nunca está.
–¿Qué me está queriendo decir?
–Que la terraza es preciosa y muy grande. Y si os lleváis bien con el dueño... Igualmente, él nunca está.
¿Me está intentando alquilar por 750 euros la mitad de la planta superior de una casa pequeña en una calle estrecha y escondida del centro de la ciudad con un dormitorio sin ventanas, una habitación para bebé pegada al hueco de un ascensor, y un salón tres-en-uno cuya única entrada de luz da a un amplio balcón que no puedo catar a menos que me cuele de extranjis o que le chupe la polla al dueño? ¿Una terraza a la que, por cierto, puede acceder el propietario cuando le dé la gana y verme en bolingas sin previo aviso ni restricciones gracias al fantástico y enorme ventanal que da a una salón donde todo los muebles olerán a frito porque la puta cocina no tiene paredes que la separen?
Lo miro detenidamente. "Soy honesto" me ha dicho al empezar a darme el paseo por el palacio de David el Gnomo.
Sí, me lo está alquilando, y sin atisbo de vergüenza alguno.
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