Cuentos de Terramar (Gedo Senki, 2006)
Después de que Hiromasa Yonebayashi abandonara Studio Ghibli para crear su propia empresa, el futuro de la compañía recayó sobre los hombros de Gorō Miyazaki, hijo de Hayao Miyazaki. El director mantiene una tensa relación con su padre que, afortunadamente, parece haber ido mejorando con el paso de los años.
Cuando Ursula K. Le Guin aceptó que el estudio nipón animara su saga más famosa, Hayao Miyazaki estaba inmerso en la realización de El castillo ambulante. Toshio Suzuki, productor cinematográfico y cofundador de Studio Ghibli, además de presidente de la compañía por aquel entonces, presionó a Gorō para que se encargara del proyecto, que se vio obligado a tomar las riendas.
Su padre no vio con buenos ojos que le ofrecieran dirigir Cuentos de Terramar teniendo tan poca experiencia. Su hijo sólo había trabajado como paisajista y nunca se había sentado detrás de la cámara. Lo que le pareció peor, y así se lo reprochó, es que su hijo aceptara. Fue tal el enfado que no le ofreció su ayuda en ningún momento durante el proceso de creación.
Tristemente, Hayao no andaba falto de razón. Ya desde el mismo comienzo, el guion diverge de la trama de la novela de Ursula K. Le Guin, un cambio que provocará varios sinsentidos en el argumento. La escritora confesó haber quedado descontenta con la adaptación, aunque concedió que el diseño de los dragones, fiel al original, le había gustado mucho.
A mí me parecieron horrorosos. Su estilo se ajusta más a las ilustraciones clásicas de los libros de fantasía que al universo preciosista del estudio tokiota. Gorō lleva a cabo un pastiche que carece del encanto y la imaginería de Ghibli, y que se equivoca en su representación del mundo de Terramar. Teniendo un guion incapaz de apuntalar el desaguisado, el fracaso estaba asegurado.
La dura opinión de Hayao Miyazaki sobre el trabajo de su hijo, que quedó registrada, se acabó atragantando en la garganta del genio japonés. Había más razones para que Gorō estuviera enfadado con él por ser un padre ausente durante su infancia, que no al revés. En este sentido, el giro de guion inicial de Cuentos de Terramar se puede ver como una muestra del rencor que le guarda por ello.
Miyazaki supo que debía retractarse, y Ponyo es la materialización de la disculpa hacia su hijo. La relación entre ambos fue mejorando. Para la segunda película de Gorō, La colina de las amapolas, Hayao se mostró más colaborativo aunque nunca trataba directamente con su hijo. su fuerte personalidd se convertía muchas veces más en un obstáculo que una ayuda.
De su unión nació una película simpática. Ambientada en 1963, cuenta el romance entre dos estudiantes de instituto que descubren una chocante fotografía que conecta la vida de ambos. La animación es mejor y más acorde con el universo de Ghibli, pero a diferencia de los trabajos de Yonebayashi (Arrietty, El recuerdo de Marnie) no se siente como algo innovador o diferente.
Sus protagonistas no son memorables, y su trama no trasciende más allá de una historia particular, lejos de la universalidad de los grandes títulos de la compañía. La última película de Gorō Miyazaki, Earwig y la bruja (2020), primera incursión en la animación digital del estudio, no parece haber entusiasmado ni a crítica ni a público, poniendo en jaque el ya de por sí comprometido porvenir de Ghibli.
El peso sobre los hombros del director es enorme, además de frustrante. Su tercer intento no ha cuajado entre los espectadores que, por el contrario, aguardan expectantes el regreso de su septuagenario padre a la gran pantalla. Esta última obra de Hayao llegará en 2023 y estará dirigida a su nieto, cuyo nacimiento logró volver a unir a padre e hijo. Si debe quedar un legado, que sea el de la reconciliación.
La colina de las amapolas (Kokuriko-zaka kara, 2011)
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