El abrazo

–Te vamos a esconder en el agujero que tu padre empezó a cavar –dijo mi madre–. Lo taparemos para que no te vean. Tienes que quedarte ahí. No debes hacer ruido. No debes salir a no ser que tu padre o yo vengamos a buscarte. ¿Has entendido?

–Sí, ma.

–¿Lo has entendido bien?

–Sí.

–Nada de ruidos. Nada de lloros. Silencio absoluto. No salgas bajo ningún pretexto. Hasta que te vengamos a buscar.

–Sí.

–Y si hay gente, si oyes voces que no reconoces en el patio, te tapas los oídos. Te tapas los oídos hasta que no oigas nada. ¿Está claro?

–Sí, ma.

–Si no me haces caso, ya verás lo que te pasa. Te daré una buena tunda, te despellejo. ¿Me has entendido?

–Sí, ma.

–¡Repítelo!

–Sí, ma.

–¿Sí qué?

–Sí, lo he entendido. No hacer nada de ruido. No moverme. No decir nada. Solo salgo si vienes tú a buscarme. O papá.

–¿Y los oídos?

–Me tapo los oídos si oigo voces que no conozco.

–Mejor que no se te olvide.

Quería parecer terrible y amenazadora, pero lloraba. Sus palabras no me asustaron por lo que ordenaban (suplicaban, en realidad). Me petrificaron porque noté la desesperación y el amor con que mi madre me las decía. Me eché a llorar también, sin hacer ruido. Ella me apretó contra su pecho, mi padre se sumó al abrazo y nos quedamos así durante dos o tres minutos, sin decir palabra. Dos o tres minutos, para vivir juntos toda la vida que no viviríamos nunca pero que podríamos haber vivido; dos o tres minutos para revivir lo que habíamos compartido hasta el momento. El abrazo unía las dos direcciones de nuestro tiempo: por el recuerdo, convocaba nuestro pasado; por la esperanza (pero una esperanza que terminaba contra un callejón sin salida de sangre), contemplaba nuestro imposible futuro.

Acto seguido, mi madre me metió en el pozo inacabado con algo de comida (sin hacer ruido) por si tenía hambre. Me dejó también una linterna, porque estaría oscuro. Nos volvimos a abrazar; ya no llorábamos; pero aquel abrazo, mucho más breve y silencioso que el anterior, fue también más doloroso. Acto seguido, mis padres salieron del pozo, taparon el agujero con una plancha y ya no vi nada. Me quedé inmóvil y esperé. Al cabo de un rato, quizá al poco, quizá tras una espera interminable, quizá fuera del tiempo, oí ruidos de coche, voces, risas, ráfagas de ametralladora, alaridos. La noche se había espesado en el pozo. Me tapé los oídos.

La más recóndita memoria de los hombres
Mohamed Mbougar Sarr
Trad. Rubén Martín Giráldez
Ed. Anagrama, pp. 402-4

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