El muerto y ser feliz es una película experimental que ya empieza desde el título. La omnipresente voz de una mujer nos acompañará a lo largo de todo el metraje. Son noventa minutos de celuloide que no se hacen precisamente ligeros de ver. ¿Guardo una mala opinión de ella? La verdad es que me ha gustado pese a lo que yo considero errores.
José Sacristán interpreta a Santos, un paciente de cáncer de casi ochenta años que decide huir del hospital donde se encuentra para embarcarse en una road movie que poco tiene que ver con Mad Max o Viaje de pirados. Aquí no hay fumetas pese a las muchas dosis de morfina que debe inyectarse el protagonista para superar los dolores de su enfermedad.
Esta historia es una excusa para extender sobre la pantalla un muestrario de recursos formales donde la voz en off es fundamental y donde la película tiene su razón de ser. No calla. Nos cuenta lo que hacen o van a hacer los personajes, nos comenta la acción después de que haya sucedido e, incluso, llega a hablar durante la misma, superponiéndose a los diálogos. Parece que estemos viendo la película con la audiodescripción para ciegos activada.
La monotonía de la recitación, literaria y desapasionada, hace que se haga cuesta arriba. Pero se trata de un juego constante que me ha enganchado. A veces intenta descolocar al espectador, despertarlo, con alguna gracia muy sutil o describiendo lo contrario de lo que estamos viendo. Hay un par de momentos en que la narradora principal se intercala con una segunda voz masculina, rompiendo la uniformidad y dando un pequeño respiro al público.
La he disfrutado porque he encontrado una obra que busca la originalidad, que enfoca la historia de un modo distinto sin fracasar. El recurso de la voz en off está muy bien aprovechado y las interpretaciones son buenas. El problema de la película de Javier Rebollo, sin embargo, es el mismo de otros trabajos parecidos: quiere estar en la cima cada segundo que se rueda.
Todo pretende ser guay: el vozarrón castellano y grave de Sacristán rodeado del susurrante argentino del resto de personajes, los paisajes desolados y decadentes del continente americano, hasta el coche bautizado como Camborio cuyo nombre completo es nada más y nada menos que Ford Falcon Rural De Luxe de 1976.
Santos no podía haberse llamado Antonio o Manolo porque no mola lo suficiente. Todo aspira a la fascinación del realismo mágico a través de una mirada desencantada, el parapeto de indiferencia impostada favorito de los soñadores cínicos. No me ha parecido, sin embargo, insoportable como Only God forgives o L'étrange couleur des larmes de ton corps.
Considero que debe haber escenas de transición, prosaicas, que sin perder el estilo que mueve la película permitan descansar tanto el artificio narrativo como a aquellos que lo contemplan. El director debe también ser capaz de controlar el lirismo de su obra y de cortar cuando es necesario. El final, por ejemplo, es excesivo en ese aspecto, se alarga demasiado sin saber donde frenar.
Pero repito: por inexplicable que parezca, la película me ha gustado y me ha entretenido. Comete excesos poéticos pero no han llegado a resultarme tan molesta como en otras similares. Y esto a veces va así: el momento cuenta, o el chispazo que pueda producirse. Puedes enamorarte de Salinger y odiar a Hemingway, o viceversa. Por eso, recomendar esta película sería tan estúpido como equivocado.
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PD: Dejo aquí la divertida, valleinclanesca y asqueada sinopsis de Carlos Boyero que la despacha como un "pretencioso e insufrible buceo en la nada" (Fuente). Muchos, sin duda, opinarán lo mismo.
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