Descubrí a Maylis de Kerangal con el breve pero intenso texto de Lampedusa. A diferencia de otras veces en las que espero a que el tiempo disipe un poco la fascinación de la primera lectura para no empañarla, busqué más obras suyas en el aplicación online de la red de bibliotecas. No puedo estar más enamorado de su catálogo. Es una cornucopia de tesoros imposible de finiquitar en vida.
Tampoco voy a decir que mi paso hacia la estantería fue firme, pues tuve mis dudas. Una escritura tan intensa como la de Kerangal había podido estar bien en corto, pero en una novela podría ser agotadora. Tras sopesar varias posibilidades, me decidí por Nacimiento de un puente porque, igual que me sucedió con Corazón tan blanco de Javier Marías hace muchos años, sus primeras páginas me secuestraron.
Siento en su estilo la pulsión fervorosa de Bolaño, pero sin fotocopiarlo como Mohamed Mbougar Sarr en La más recóndita memoria de los hombres. No entiendo cómo ha conseguido hilvanar una prosa con tan pocos puntos, con tantas oraciones maratonianas, tan llenas de fuerza, tan llenas de éxtasis, sin empujarme a abandonar el libro asfixiado.
Son kilómetros de lectura difíciles de recorrer. Hay que estar consciente todo el tiempo, no perder la atención ni un solo segundo. No se pueden tomar atajos, no se pueden obviar acotaciones, no se puede leer en diagonal. Es un estilo exigente para el que no he estado a la altura. Mi carencia de sueño ha hecho merma en la experiencia, y he sobrevolado fragmentos como una gaviota.
Siendo incapaz de leerlo en francés, me es difícil decir lo siguiente, pues no sé si el origen está en el texto de Kerangal o en la traducción. Gabriel García Márquez fue un un talento fuera de serie, y leyendo Cien años de soledad nunca me perdí. Las frases podrían ser interminables, pero él era un guía excepcional. No menos infalible es el mapa que dibujó Bolaño con Nocturno de Chile.
Con Nacimiento de un puente me he desorientado más de una vez. He tenido que volver al renglón anterior, y al anterior; recoger hilo. La principal causa ha sido la somnolencia, pero la segunda ha sido el texto. Hay veces que cuesta saber a qué o quién está apuntando un pronombre, ya sea porque la construcción es compleja, ya sea porque la interpretación es poética.
El texto de Kerangal es pura matrioshka. Cada palabra es una nueva posibilidad que se abre, un nodo desde el que puede narrar otra novela completa. El lirismo y los diálogos se intercalan en la sintaxis de una disección que se presenta inabarcable. Al final de camino, sin embargo, una potente sensación se ha adueñado de ti. Puedes no haber aprehendido todos los detalles, pero el texto te ha colonizado.
Pese a la dificultad, no he dejado de sentirme fascinado, y en ningún momento la impotencia o la saturación han cruzado mi mente con el impulso de lanzar el libro contra la pared. Lo he disfrutado mucho. Imprime tanta pasión en cada descripción (del entorno, de los objetos, de su historia, de los personajes) que se me escapa cómo lo ha logrado sin hacerse repetitiva.
La historia, por otro lado, no ha ido por donde yo esperaba. Con la primera parte uno espera la versión hiperculturizada de Mega Construcciones, pero el puente se difumina en pro de los personajes. Si bien el detalle con el que habla del desarrollo y la ingeniería de la impresionante plataforma es minucioso, me había imaginado que iba a llegar a los niveles obsesivos, enfermizos de Perec.
Pero no. Hay vida más allá del hormigón, aunque siempre surgiendo de él como un brote verde en el asfalto. Hubiera estado perfecto si las últimas líneas hubieran sido para el puente físico, material, en lugar de la metáfora que representa, porque las biografías nunca no me interesaron tanto como la obra del descomunal puente. Su magnificencia es el eco del talento artístico de Kerangal.