Desarma leer un libro como éste más de un siglo después de su publicación. Retrata los males de una sociedad que en poco o nada difieren de los de hoy. Como curiosidad, en sus páginas se puede encontrar la palabra "indignado", utilizada por Zola para referirse a sí mismo. El término tendría gran fortuna durante las movilizaciones del 15-M a raíz de la publicación del libro ¡Indignaos! de Stéphane Hessel.
A finales del XIX, Francia tenía muy presente su derrota en la guerra francoprusiana (1870-71), tras la que había sido desposeída de los territorios de Alsacia y Lorena. Se achacó la culpa a la actuación de espías infiltrados. Cuando, en 1894, el servicio de inteligencia interceptó una lista manuscrita con información militar clasificada destinada al coronel Schwartzkoppen, agregado en la embajada alemana de París, encontraron su ansiada justificación.
Con la nota como única prueba, y sin confirmación concluyente por parte de los grafólogos, el capitán Alfred Dreyfus, francés judío de orígenes alsacianos, fue acusado de traición al estado y condenado a cadena perpetua en la isla del Diablo, en la Guayana francesa. Dos años después, un telegrama de Schwartzkoppen al comandante Esterhazy ponía en entredicho la precipitada decisión del tribunal militar.
No se hizo nada para enmendar el error. Dreyfus fue utilizado como cabeza de turco e, incluso, se crearon nuevas pruebas falsas que corroborasen la acusación. El coronel Picquart, descubridor del telegrama, figura molesta para el ejército, fue destinado en misión, primero, al este de Francia y, más tarde, a Túnez. Temiendo por su vida, el coronel comunicó su descubrimiento a su amigo abogado Louis Leblois.
Leblois informó al vicepresidente del senado, Scheurer-Kestner, quien, a su vez, avisó a Zola, con gran influencia en la opinión pública como reconocido escritor. Paralelamente, el hermano de Dreyfus publicó en prensa una carta abierta al ministro de guerra, señalando a Esterhazy. Empezó así una campaña por la revisión del juicio. Quienes apoyaron dicha revisión fueron atacados vehementemente desde las páginas de los diarios afines al poder.
En 1898 el propio Esterhazy pidió ser juzgado sabiendo que el consejo de guerra lo absolvería. La farsa que lo exculpó sirvió para acusar a Picquart de falsificar el telegrama, expulsarlo del ejército y encarcelarlo en La Santé. Fue en enero de este año cuando Zola, tras tres artículos publicados en Le Figaro y dos repartidos como folletos, escribió J'accuse en L'Aurore. Esto supuso su desdicha, con citaciones judiciales constantes, el embargo de su casa y su marcha a Londres.
Zola, sin embargo, no dejó de escribir. El proceso Dreyfus siguió su avance hasta la amnistía (no absolución) del capitán. No se puede decir que nada de esto suene a nuevo. Al contrario, nos demuestra cuán viejo es lo que estamos viviendo: gobiernos que crean falsos culpables para proteger a los suyos; medios tradicionales, ahora apoyados por las plataformas digitales, intoxicando a la ciudadanía; y cientos de detractores tachados de antipatriotas e, incluso, terroristas.
Asusta demasiado ver cómo la historia se repite sin remedio ni aprendizaje. No hay progreso más allá del que genera dinero, un avance que es un mero maquillaje. El mundo se acerca al acantilado mientras miramos la pantalla del nuevo iPhone. J'accuse es un libro cargado de clarividencia y dignidad. Fue una lucha que exigió demasiado a los que la libraron a cambio de un premio de consolación. Aquí tenéis, la gloria... olvidada; de vuelta a la casilla de salida.
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